Epidemia
La
noche sorprendió a una interminable columna de autos en la carretera de Mérida
tratando de salir de la ciudad. Una lluvia pertinaz, inusual en esa época del
año, mojaba el asfalto y relucía en los capotes de los vehículos.
En
las radios, la noticia se repetía desde hacía una hora y dibujaba tensión en
conductores y compañantes. El tránsito llevaba seis horas bloqueado.
Ambulancias
y camionetas en sentido contrario abrían la lluvia con la luz de los fanales.
La lentitud era desquiciante y había agotado a muchos niños, que dormían en los
asientos posteriores.
Las
estaciones radiadas estaban en cadena y emitían un mismo mensaje, en la voz
eficaz y grave de una locutora juvenil de buena dicción:
-El
Gobierno del Estado de Yucatán, atendiendo a las recomendaciones de la
Secretaría de Salud estatal, en reunión celebrada este mediodía, ha elevado el
semáforo sanitario a rojo, con lo cual se declara el estado de contingencia en
los 106 municipios que conforman nuestra entidad. Una
cepa de influenza, que, se aclara, no pertenece a la variedad H1N1, se repite,
no pertenece a la variedad H1N1, se ha extendido en 80 municipios de Yucatán.
En
las calles de Mérida, personas en sus casas y en comercios bajo la llovizna
melancólica y tensa veían a la misma locutora a cuadro, ceder su imagen a un
mapa del Estado plagado de puntos rojos -casos confirmados de la enfermedad-,
mientras que pocos tenían puntos verdes, casos sin confirmar.
-En
previsión de que la epidemia se extienda o haya extendido ya, a otros
territorios de la República, los Estados colindantes de Campeche y Quintana Roo
elevaron sus semáforos sanitarios a amarillo –volvió la locutora; a su espalda
se movían reporteros en cabina-. Las recomendaciones a la ciudadanía son
permanecer en sus casas y acudir a los centros de salud o llamar al número que
aparece en sus pantallas, si experimentan síntomas, los cuales incluyen...
-¿Cómo, que no está? –gritó
Jaime, el sobrino de don Héctor, por el celular- ¿Está enfermo?
Protegido
con el paraguas, Jaime hablaba con un socio del detective que contratara para
seguir a su tío. En una calle lluviosa plagada de taxis, camionetas y vehículos
de dos puertas, así como de personas que caminaban rápido, casi no le importaba
que lo oyeran. Debido a la noticia de la enfermedad en el Estado, desde hacía
horas un reguero de autos congestionaba las calles de la capital y ahora mismo
muchos trataban de abandonarla.
Bola de inútiles,
pensaba el sobrino, malhumorado. Le acababan de decir que el detective estaba
enfermo de… ¿qué era? ¿Influencia?
¿A dónde piensan ir?,
pensaba. ¿Se imaginan que dos kilómetros más allá no
hay gripe? Además, cuántos estornudan en la calle y luego miran a todos lados,
como si hubieran contado el chiste de sus vidas.
-¡Pues
yo no sé! –interrumpió Jaime- ¡Yo lo contraté, él me dio este número y tú me
vas a resolver! ¡No me importa si tú o tu hermana continúan con el trabajo! Y
escucha bien: no pienses que me dirás que sí a
todo
y no irás. Si no me llamas en media hora para decirme que estás donde sabes, te
despides de tu carrera de soplón.
Jaime
colgó azotando el teléfono. Entró a su camioneta y abrió la guantera.
Tomó
un arma, una escuadra .45 platinada y, gruñendo, verificó el cargador. Qué torpe ese detective,
se decía. Por eso lo han de haber corrido de la
policía. ¿Cómo se le ocurre enfermarse justo ahora? Rápidamente comprobó
que había una bala en la recámara. Falta
que con esto de la influencia sí o la influencia no, mi dichoso tío quiera
entregar el códice esta noche y me quede sin nada.
Se
vio los ojos en el espejo retrovisor. No se quedaría sin nada. Su mirada era
intensa y algo obsesiva, como si tuviera fiebre. ¿No estaría enfermo de la
influencia? Para empezar, ¿era verdad? Había escuchado a muchas personas decir
que la epidemia era mentira, que nadie conocía a un enfermo.
“Ya
ve, así nos trajeron con el chupacabras”, afirmaban con aire de entendidos. “Lo
que quieren es distraernos para vender el petróleo”. “Yo no me cuido… ¿para
qué? Quien tiene tranquilidad, está a salvo del mal”.
Mejor cuidar el mal,
reflexionó el sobrino, quien se aplicó, por si las moscas, gel desinfectante
para manos y de paso en el cabello. Guardó la .45 en la bolsa de la gabardina y
encendió la radio, para escuchar con atención
las noticias, mismas que a esa hora, su tío oía en el cuarto de máquinas.
El heroico historiador
Don
Héctor, sentado a la gran mesa junto con el Dr. Balam, quien sonreía asépticamente,
escuchaba a medias el televisor.
El
historiador le había telefoneado para informarle que no acudiría a la cita de
esa noche. Se sentía bastante mal. Había un ruido de voces al fondo.
-No
es gripe, don Héctor –dijo el historiador, con voz congestionada-. Hay unos
síntomas como dolor de cabeza y estornudos, pero parece algo más estomacal.
Empecé esta mañana con flujo nasal y dolor de estómago, y ya para la tarde me
puse peor, con diarrea.
-¿Dónde
está usted? –preguntó don Héctor- Oigo muchas voces.
El
historiador, sentado en el piso, fatigado entre una multitud de personas de pie
y otras dormidas en el Servicio de Urgencias, respondió, afiebrado, entre
médicos y enfermeras que pasaban usando cubrebocas:
-Estoy
en el Hospital General Agustín O’Horan –respondió él-. No me corresponde aquí,
pero según estoy viendo hay más enfermos de lo que dicen los medios. En este
hospital están aceptando a todo el que llega con síntomas, que somos bastantes…
también en el Hospital Ignacio García Téllez y en el Hospital Benito Juárez.
Los de las ambulancias dicen que el Hospital Regional del ISSSTE está saturado.
-No
se mueva de ahí, enseguida enviaré a alguien para que lo lleven a mi clínica.
El
historiador estornudó y volvió al habla.
-Le
envié las direcciones del representante del INAH, don Héctor –siguió el
historiador, como si no hubiera escuchado-. Ya he hablado con él, como usted me
indicó. Tan pronto usted le telefonee, empezará el proceso de entrega del
códice. No lo deje pasar. Si usted enferma y el códice se pierde, todo el peso
caerá sobre su memoria –tosió-. Yo no querría eso para mí.
-Llamaré
ahora, para que vengan. ¿Bueno? –preguntó don Héctor ante la línea- ¡Bueno! –el
historiador había colgado y no respondió a las llamadas.
-¿Malas
noticias, don Héctor?
-El
historiador que ha estado con nosotros –suspiró-. Se ha puesto mal. Qué
responsable… antes de ir al hospital, se ocupó de la seguridad del códice.
-Esperemos
que se mejore. Debo marcharme, don Héctor –sonrió el Dr. Balam, cambiando de
tema-. Necesito hacer unas diligencias.
Don
Héctor vio al médico. Lo había contactado a raíz del comentario casual de su
sobrino Jaime sobre un programa de televisión. Por una vez su sobrino le había
sido útil al conseguirle sus datos. A ver si era la señal de una nueva era.
-¿Usted
también se siente mal? –preguntó al médico, el algo intranquilo don Héctor; ya
marcaba al chofer para que fuera por el historiador.
-No,
estoy bien, gracias. Necesito ver a una curandera maya, con la que me envía el
Secretario de Salud.
-Claro,
por favor…
Don
Héctor había querido preguntar si esa curandera trabajaría contra la epidemia,
pero desistió. El médico lo revisó y no halló señales de enfermedad.
-Dejo
a usted unas páginas que imprimí esta mañana –la sonrisa del médico maya se
hizo más suave-. Hice, como me pidió, estudiar las fotografías que sus técnicos
han tomado del códice, interpreté y añadí explicaciones.
-Gracias
–don Héctor se levantó.
-No
se moleste, conozco la salida… le sugeriría por su salud, don Héctor, que no
salga esta noche. Indique lo mismo a sus familiares. Se puede acompañar con lo
que he traducido para usted.
-Le
agradezco. El vigilante le abrirá.
El
Dr. Balam cruzó por el cuarto de máquinas, en su laberinto que concentraba el
pasado. Todos los vestigios, todos los recuerdos.
Una
vez afuera, tomó el celular y llamó al sobrino. Cuando respondió, el médico
mayista dijo:
-Prepárese
esta misma noche. A la madrugada o mañana en la noche su tío sacará el códice.
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