viernes, 19 de octubre de 2012

CAPÍTULO 8. ATAQUE EN EL VIENTO



Epidemia

La noche sorprendió a una interminable columna de autos en la carretera de Mérida tratando de salir de la ciudad. Una lluvia pertinaz, inusual en esa época del año, mojaba el asfalto y relucía en los capotes de los vehículos.

En las radios, la noticia se repetía desde hacía una hora y dibujaba tensión en conductores y compañantes. El tránsito llevaba seis horas bloqueado.

Ambulancias y camionetas en sentido contrario abrían la lluvia con la luz de los fanales. La lentitud era desquiciante y había agotado a muchos niños, que dormían en los asientos posteriores.

Las estaciones radiadas estaban en cadena y emitían un mismo mensaje, en la voz eficaz y grave de una locutora juvenil de buena dicción:

-El Gobierno del Estado de Yucatán, atendiendo a las recomendaciones de la Secretaría de Salud estatal, en reunión celebrada este mediodía, ha elevado el semáforo sanitario a rojo, con lo cual se declara el estado de contingencia en los 106 municipios que conforman nuestra entidad. Una cepa de influenza, que, se aclara, no pertenece a la variedad H1N1, se repite, no pertenece a la variedad H1N1, se ha extendido en 80 municipios de Yucatán.

En las calles de Mérida, personas en sus casas y en comercios bajo la llovizna melancólica y tensa veían a la misma locutora a cuadro, ceder su imagen a un mapa del Estado plagado de puntos rojos -casos confirmados de la enfermedad-, mientras que pocos tenían puntos verdes, casos sin confirmar.

-En previsión de que la epidemia se extienda o haya extendido ya, a otros territorios de la República, los Estados colindantes de Campeche y Quintana Roo elevaron sus semáforos sanitarios a amarillo –volvió la locutora; a su espalda se movían reporteros en cabina-. Las recomendaciones a la ciudadanía son permanecer en sus casas y acudir a los centros de salud o llamar al número que aparece en sus pantallas, si experimentan síntomas, los cuales incluyen...



-¿Cómo, que no está? –gritó Jaime, el sobrino de don Héctor, por el celular- ¿Está enfermo?

Protegido con el paraguas, Jaime hablaba con un socio del detective que contratara para seguir a su tío. En una calle lluviosa plagada de taxis, camionetas y vehículos de dos puertas, así como de personas que caminaban rápido, casi no le importaba que lo oyeran. Debido a la noticia de la enfermedad en el Estado, desde hacía horas un reguero de autos congestionaba las calles de la capital y ahora mismo muchos trataban de abandonarla.

Bola de inútiles, pensaba el sobrino, malhumorado. Le acababan de decir que el detective estaba enfermo de… ¿qué era? ¿Influencia?

¿A dónde piensan ir?, pensaba. ¿Se imaginan que dos kilómetros más allá no hay gripe? Además, cuántos estornudan en la calle y luego miran a todos lados, como si hubieran contado el chiste de sus vidas.

-¡Pues yo no sé! –interrumpió Jaime- ¡Yo lo contraté, él me dio este número y tú me vas a resolver! ¡No me importa si tú o tu hermana continúan con el trabajo! Y escucha bien: no pienses que me dirás que sí a
todo y no irás. Si no me llamas en media hora para decirme que estás donde sabes, te despides de tu carrera de soplón.

Jaime colgó azotando el teléfono. Entró a su camioneta y abrió la guantera.

Tomó un arma, una escuadra .45 platinada y, gruñendo, verificó el cargador. Qué torpe ese detective, se decía. Por eso lo han de haber corrido de la policía. ¿Cómo se le ocurre enfermarse justo ahora? Rápidamente comprobó que había una bala en la recámara. Falta que con esto de la influencia sí o la influencia no, mi dichoso tío quiera entregar el códice esta noche y me quede sin nada.

Se vio los ojos en el espejo retrovisor. No se quedaría sin nada. Su mirada era intensa y algo obsesiva, como si tuviera fiebre. ¿No estaría enfermo de la influencia? Para empezar, ¿era verdad? Había escuchado a muchas personas decir que la epidemia era mentira, que nadie conocía a un enfermo.

“Ya ve, así nos trajeron con el chupacabras”, afirmaban con aire de entendidos. “Lo que quieren es distraernos para vender el petróleo”. “Yo no me cuido… ¿para qué? Quien tiene tranquilidad, está a salvo del mal”.

Mejor cuidar el mal, reflexionó el sobrino, quien se aplicó, por si las moscas, gel desinfectante para manos y de paso en el cabello. Guardó la .45 en la bolsa de la gabardina y encendió la radio, para escuchar con atención las noticias, mismas que a esa hora, su tío oía en el cuarto de máquinas.

El heroico historiador

Don Héctor, sentado a la gran mesa junto con el Dr. Balam, quien sonreía asépticamente, escuchaba a medias el televisor.

El historiador le había telefoneado para informarle que no acudiría a la cita de esa noche. Se sentía bastante mal. Había un ruido de voces al fondo.

-No es gripe, don Héctor –dijo el historiador, con voz congestionada-. Hay unos síntomas como dolor de cabeza y estornudos, pero parece algo más estomacal. Empecé esta mañana con flujo nasal y dolor de estómago, y ya para la tarde me puse peor, con diarrea.

-¿Dónde está usted? –preguntó don Héctor- Oigo muchas voces.

El historiador, sentado en el piso, fatigado entre una multitud de personas de pie y otras dormidas en el Servicio de Urgencias, respondió, afiebrado, entre médicos y enfermeras que pasaban usando cubrebocas:

-Estoy en el Hospital General Agustín O’Horan –respondió él-. No me corresponde aquí, pero según estoy viendo hay más enfermos de lo que dicen los medios. En este hospital están aceptando a todo el que llega con síntomas, que somos bastantes… también en el Hospital Ignacio García Téllez y en el Hospital Benito Juárez. Los de las ambulancias dicen que el Hospital Regional del ISSSTE está saturado.

-No se mueva de ahí, enseguida enviaré a alguien para que lo lleven a mi clínica.

El historiador estornudó y volvió al habla.

-Le envié las direcciones del representante del INAH, don Héctor –siguió el historiador, como si no hubiera escuchado-. Ya he hablado con él, como usted me indicó. Tan pronto usted le telefonee, empezará el proceso de entrega del códice. No lo deje pasar. Si usted enferma y el códice se pierde, todo el peso caerá sobre su memoria –tosió-. Yo no querría eso para mí.

-Llamaré ahora, para que vengan. ¿Bueno? –preguntó don Héctor ante la línea- ¡Bueno! –el historiador había colgado y no respondió a las llamadas.
-¿Malas noticias, don Héctor?
-El historiador que ha estado con nosotros –suspiró-. Se ha puesto mal. Qué responsable… antes de ir al hospital, se ocupó de la seguridad del códice.
-Esperemos que se mejore. Debo marcharme, don Héctor –sonrió el Dr. Balam, cambiando de tema-. Necesito hacer unas diligencias.

Don Héctor vio al médico. Lo había contactado a raíz del comentario casual de su sobrino Jaime sobre un programa de televisión. Por una vez su sobrino le había sido útil al conseguirle sus datos. A ver si era la señal de una nueva era.

-¿Usted también se siente mal? –preguntó al médico, el algo intranquilo don Héctor; ya marcaba al chofer para que fuera por el historiador.
-No, estoy bien, gracias. Necesito ver a una curandera maya, con la que me envía el Secretario de Salud.
-Claro, por favor…

Don Héctor había querido preguntar si esa curandera trabajaría contra la epidemia, pero desistió. El médico lo revisó y no halló señales de enfermedad.

-Dejo a usted unas páginas que imprimí esta mañana –la sonrisa del médico maya se hizo más suave-. Hice, como me pidió, estudiar las fotografías que sus técnicos han tomado del códice, interpreté y añadí explicaciones.
-Gracias –don Héctor se levantó.
-No se moleste, conozco la salida… le sugeriría por su salud, don Héctor, que no salga esta noche. Indique lo mismo a sus familiares. Se puede acompañar con lo que he traducido para usted.
-Le agradezco. El vigilante le abrirá.

El Dr. Balam cruzó por el cuarto de máquinas, en su laberinto que concentraba el pasado. Todos los vestigios, todos los recuerdos.

Una vez afuera, tomó el celular y llamó al sobrino. Cuando respondió, el médico mayista dijo:

-Prepárese esta misma noche. A la madrugada o mañana en la noche su tío sacará el códice.


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