viernes, 28 de septiembre de 2012

CAPÍTULO 5. INTERMEDIO

Tejiendo una red

Cavilando, Jaime se mordía lentamente un nudillo, solo en el cuarto de máquinas.

Dando tiempo a su tío y al historiador para abordar sus autos, empezaba a fraguar un plan.

Habían dejado el códice en el depósito. No era mala decisión. El clima artificial lo había preservado y continuaría haciéndolo.

Imposible para Jaime sacar el códice personalmente. Aun si obtuviera la llave –lo cual era un enorme problema-, no parecía la acción más inteligente.

Sería lo más rápido, pero también lo más torpe. De inmediato su tío ataría cabos y aunque no los atara, sospecharía acertadamente que su querido sobrino lo había espiado y hurtado. Jaime no tendría el tiempo necesario para saber qué hacer con el documento.

Necesitaba un comprador, por supuesto. Necesitaba también una estructura logística para sacar el códice del país o por lo menos para hacerlo llegar a manos de un intermediario. Necesitaba saber en cuánto se cotizaba un códice. Saber que valía un dineral, un montonal de billete, no era suficiente. Dólares, euros, libras esterlinas, hasta el centavo.

También necesitaba un espía. No podía estar metiéndose al cuarto de vigilancia cada que a su tío se le atravesara tener una charla con el historiador.

Tampoco podía seguirlo a todas partes. Debía conseguir a alguien que fuera su sombra, que diera informes de actividades.

Lo que tuvo claro Jaime desde ese momento, es que en algún punto del camino debía arrebatar el tesoro a su tío. Sonrió. ¿Qué tal en la puerta misma del cuarto de máquinas, el día que su tío sacara el códice? Podía ser también cuando se sintiera en camino: un pequeño accidente automovilístico o robo en carretera. Tal vez dándole un discurso final no interrumpido por un héroe. Con relación de agravios y bofetadas, para mayor verosimilitud. Después, la huida a otro país, con el dinero.

Para saber cuándo su tío sacaría el códice de la bodega, llamó al guardián, y aunque éste era leal al buen tío, todo tiene sus límites. Unos gritos y amenazas al hombre y de paso a su familia (el soborno no habría sido buena idea, además era gastar y para qué), bastaron para conseguir que el guardián amedrentado, aceptara telefonear el día que el tío sacara el documento, para decir una palabrita fácil de recordar: “Ya”.

Una vez solo, Jaime partió en su auto con la sensación de haber empezado un buen trabajo.

Larga noche

El Secretario de Salud, en su oficina, respondía llamadas y estudiaba informes, preocupado por el avance de la enfermedad.

Varios hospitales recibían un número creciente de enfermos.

Héctor Medina, en su despacho de la fábrica, fumaba un habano con la imagen de un códice portentoso en la mente.

El historiador hacía contactos telefónicos para asegurar la preservación del códice en los próximos días.

En Chikundzenot, una Ah-Men daba una infusión a un niño que tosía, recostado.

Cada cual, ocupado en sus actividades, ignoraba que sus destinos pronto se encontrarían.



viernes, 21 de septiembre de 2012

CAPÍTULO 4. EL AVE ROJA DE IXCHEL

Metáforas de enfermedad

En el cuarto de máquinas, Héctor Medina pasaba las páginas del códice con el historiador, ambos utilizando guantes de látex. Viendo uno de los dibujos, don Héctor susurró:


-Es una mujer… es la diosa Ixchel, ¿verdad?
-Así es –asintió el historiador–. Ixchel o Ix Chel, como aparece en el Códice Dresde, con los mismos atributos, por ejemplo, las orejas de jaguar... Ixchel, la diosa de la salud y la fertilidad… vea, enfrente tiene el glifo que significa “arcoiris” y la acompaña la Serpiente Celestial, de la que brota agua.
-La recuerdo como la diosa de la Luna.
-Sí, eso es en la etapa del Clásico Maya. La relación es la misma: la Luna representa la procreación. La Luna Creciente se dibujaba como una joven, fértil.
-Hay más dibujos de Ixchel.


El historiador casi se relame los labios.


-Ojalá el códice contenga leyendas sobre Ixchel –se esperanzó–. ¿Sabe que sólo conocemos una? Esa pérdida es de lo que debemos “agradecer” a Diego de Landa.
-Se refiere a la que recopila Las Casas, ¿no?

El historiador asintió, repasando el códice con la mirada. Bartolomé de Las Casas había narrado el mito de Verapaz, donde se contaba que Ixchel, con su esposo Itzamná, había procreado trece hijos, y creado cielo y tierra.


-También están aquí los dioses de la lluvia, los Chaacs… –comentó el historiador y luego mostró el curso de sus evocaciones–. El culto de Ixchel se llevaba a cabo en Isla Mujeres, lugar de peregrinación y sede de un oráculo.
-¡Vea! –exclamó don Héctor- ¡El Ave Roja!


El historiador lo miró un momento y después al dibujo. Ixchel estaba acompañada por un ave de encendido granate.
-Varios padecimientos eran representados con animales. Y los mayas sabían que hay enfermedades contagiosas. Les daban forma de aves. ¿Por qué aves? Porque son enfermedades que vuelan de una persona a otra, de un pueblo a otro, van en el aire. Esta ave roja representa a las epidemias.


Siguieron pasando las páginas, con representaciones de plantas, de diferentes colores y todas acompañadas de glifos. De ciertas partes de la lectura, se entendía la vieja tradición maya de creer que, en nuestro nacimiento, en un monte cercano nacía un animal ligado al alma del recién nacido. Esa unión era de tal nivel que el animal enfermaba junto con la persona.


Esta relación con los animales no se limitaba a la salud de la persona, sino que los médicos mayas empleaban a animales como símbolos de las enfermedades; por ejemplo, la aparición de granos cutáneos se asociaba con armadillos, iguanas, arañas y avispas. Las crisis de ira se representaban con el jaguar, el venado y las tarántulas.


En el códice había una representación de Ixchel con un zopilote posado en uno de sus hombros, lo que significaba que el equilibrio de la naturaleza se había roto a causa de perder la mesura y el cuidado personal, dando como resultado, una epidemia.


-Mire –dijo el historiador-. Aquí se ve uno de los ataques de viento, un tan-cás-ik, causante de diarrea y fiebre con delirio. ¡Y aquí…! Cualquiera enfermaba por dormir en casas sobre las que pasaba la guacamaya púrpura. No era tan mala… se decía que los nacidos en martes o viernes recibían el poder de esa guacamaya para combatir a sus adversarios con la sola mirada.


Se hizo un silencio.


-¿Qué nombre daría a este códice? –don Héctor quiso saber.
-Códice Medina –respondió el historiador, sin pensarlo mucho.
-O Códice Medina-Arce.
-Gracias por incluir mi apellido –sonrió el historiador–. Mejor: Códice Yucatán.


El médico y mayista


Pintada de un sano blanco resplandeciente, la clínica de Chikundzenot se levantaba cerca del centro.


El Secretario bajó de la camioneta acompañado por el intérprete y un guardaespaldas. No quería llamar demasiado la atención. Sólo falta que venga un reportero amarillista, se dijo. Esta tarde los periódicos dirían: “Impotente, la Secretaría de Salud Estatal recurre a brujos”.


Y además, sería un titular injusto. Esta clínica tenía renombre y prestigio, y era reconocida por la capacidad de sus sanadores, en su mayor parte de raza maya.


Lo recibió el director, quien se hizo acompañar por su estudiante más aventajado, el Dr. Alejandro Balam, de unos 20 años de edad, peinado correctamente, de rasgos concentrados y que parecía perpetuamente cómodo. Era médico general y mayista.

El sobrino del Sr. Medina, que ahora espiaba en el cuarto de máquinas, habría preguntado: “¿qué es eso de mayista?” Don Héctor Medina habría respondido, viendo al techo: “significa que es experto en cultura maya… ¿por qué no lees algo aparte de tu feis?”


Todos fueron a la cama donde reposaba el Sr. Olivares Canché, del que se afirmaba había sido curado por la sanadora.


El joven médico Alejandro Balam les describió el cuadro ya visto: estornudos, tos, diarrea, esputo sanguinolento, complicaciones bronquiales, convulsiones. Mientras escuchaba, el Secretario leía la historia clínica.


Todo indicaba que era un caso de la nueva enfermedad. Algunas condiciones parecían asociársele: desnutrición, concomitancia con padecimientos parasitarios.


-Es el único paciente que hemos tenido con ese cuadro gastroenterológico-bronquial –informó el director–. La sanadora hizo remitir la sintomatología a las 12 horas. No pudimos saber la composición de las infusiones que ella le proporcionó.
-Ah-Men… –susurró el Sr. Olivares– Ah-Men…
-¿Qué dice? –preguntó el Secretario.
-“Sacerdote” –tradujo el intérprete, sin más.
-Ah-Men significa “el que hace” –terció el Dr. Balam, cálido–. Un Ah-Men es un sacerdote que profetiza y cura. El Sr. Olivares da ese título a la sanadora de Chichén Itzá.


No obstante, a preguntas expresas, desde su lecho el Sr. Olivares Canché tampoco sabía decir qué remedio recibió. Obstáculo no inesperado.


Y es que estaba la cuestión del tiempo, se decía el Secretario. La identificación del agente causal se realizaba con técnicas de laboratorio que no estaban disponibles en el Estado, ni en el país. Cuando se identificaba una nueva enfermedad, muestras de sangre de los enfermos tenían que ser transportadas a Estados Unidos, donde las analizaba el Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta. Ahí se realizaban los análisis de laboratorio hasta clasificar al agente causal. 


Esto llevaba tiempo, por lo menos una semana desde que llegaban las muestras. En tanto, donde se desarrollaban los acontecimientos, la enfermedad se propagaba y los casos eran tratados de manera empírica o la población recurría a sanadores. El Sr. Olivares Canché era un ejemplo.

El Secretario tuvo una idea. Conversó brevemente, aparte, con el director del sanatorio, y éste indicó al Dr. Balam que acompañara al funcionario a su vehículo.


De salida, el Secretario dijo al mayista:


-Solicito su ayuda en la Secretaría de Salud, Dr. Balam. Necesito a alguien como usted. Tengo el permiso de su director para esta propuesta.
-Me encuentro muy bien en la clínica –sonrió, apacible, el médico.
-No lo dudo, y respeto eso –insistió el Secretario, entre gente que entraba y salía–, pero la salud del Estado se encuentra en riesgo. Necesito a un experto en medicina maya, que conozca el idioma y trabaje conmigo directamente, como asesor y enlace con ciertas comunidades.
-Sin embargo, yo tengo responsabilidades graves aquí –respondió el sanador,suavemente.


Tranquilo en apariencia, pero estresado, el Secretario (debía ir a una conferencia de prensa y estaba retrasado), dio un salto. ¡Vaya!, pensó, algo exasperado, ¡cuántos no quisieran que el Secretario de Salud en persona les ofreciera un empleo con él! ¡Que los fuera a buscar a su casa para ofrecérselos! ¡Y este buen sanador prefiere seguir en su clínica! ¿De qué están hechos los mayas?


-Será temporal –concilió el Secretario–, una semana, dos, no más. Prometo no inmiscuirlo en la burocracia. Usted trabajará en lo que hace ahora, pero con más amplitud. Luego volverá. Su pueblo lo necesita, y no me refiero únicamente a Chikundzenot.


El sanador lo miró un segundo. Un rayo de amable sagacidad pasó por sus ojos.
 

-Ayude a la clínica –dijo–. Mi pago será que el señor Secretario mejore esta clínica… con mejores instalaciones, más medicinas, más camas.
 

Bueno, ni siquiera pide algo para él. Aquello confirmó la convicción del Secretario de que éste era hombre honrado, aunque pobre. De todos modos habrá que resolver eso, también.
 
-Hecho –suspiró, abriendo una puerta de la camioneta–. ¿Nos vamos?


viernes, 14 de septiembre de 2012

CAPÍTULO 3. EL ESTALLIDO



Un testigo inoportuno

Mientras Héctor Medina conversaba con el historiador creyéndose protegido por los gruesos muros de la vieja bodega colonial, su sobrino Jaime escuchaba en el cuarto de vigilancia con sonrisa maliciosa.

El firme don Héctor sabía que el guardián de la bodega no se atrevería a escuchar su diálogo; pero no contaba con que su sobrino espiaba sus actividades desde antes de la repartición de la herencia, hasta que sospechó, con bases, que ocurría algo muy especial.

En el cuarto de vigilancia, viendo a su tío y al historiador por la cámara, sentados y pasando con muchísimo cuidado las páginas del códice, Jaime elevó el volumen de sus bocinas, experimentando una sensación de triunfo.

Con amenazas y frialdad había hecho salir al vigilante. Ahora, esto de espiar, de invadir el espacio de otros, provocaba en Jaime un goce especial ya conocido. Un placer algo infantil, emoción, mezcla de saberse haciendo algo indebido y de correr el riesgo de ser descubierto. Así era cuando de niño oía hablar de negocios en la fábrica de su difunto padre –que lo dejara muy mal parado con la herencia-, o escuchaba discutir a sus tíos en una habitación, colocando un vaso entre sus orejas indiscretas y la pared. Hoy, se acompañaba de una sensación de venganza.

Rodeado de las computadoras, las pantallas, los teléfonos, los micrófonos, los controles y la media luz, esa emoción crecía y Jaime se sentía un espía de película. Escondido, pero al tanto de todo, enterándose del gran secreto, se burlaba de ese tío que había heredado la Gerencia General, puesto le correspondía a él, el hijo del dueño del gran emporio yucateco.  

El tío le había robado su herencia legítima. Y ahora ese tipo ponía en marcha otro gran  proyecto, para poner otra corona de laurel a su soberbio  retrato familiar. Ah, pero esta vez no será así, querido tío, pensaba Jaime, anticipando la venganza.

Dejaría actuar a su tío; hablar y hacer, creyendo que tenía el control; en el momento adecuado lo detendría, pues lo mejor de esta venganza armada conforme oía, era que, además de destruir sus expectativas, ese códice valdría muchísimo dinero, más que las propiedades de la familia en su conjunto, y el Gran Don Héctor Medina no sería quien lo cobrara.

Jaime se colocó audífonos para escuchar mejor y evitar ser espiado a su vez por el guardián que estaba afuera. El león cree que todos son de su condición.

Tras las pistas de la verdad

En Chichén Itzá, en el marco de sus imponentes pirámides, relativamente al amparo de curiosos y turistas, el Secretario de Salud del Estado habló con la sanadora, acompañado por el intérprete y con discretos guardaespaldas rondando a unos metros.

El Secretario no sabía por qué lo hacía. Eso de oír a una curandera era muy poco serio. Quizás lo hacía para obtener cualquier información, la que fuera, que pudiera parar lo que se fraguaba a partir de esa reducida zona.

La sanadora era una mujer entrada en años, de voz mesurada y que evitaba hablar en español. Con la mediación del intérprete, el Secretario escuchó las respuestas de esa mujer de rasgos poco expresivos, pero inyectados con un aire de misterio.

-Sí, ella curó al señor que vino de la clínica estatal –decía el traductor conforme oía a la anciana-. Sí, ella curó a uno que se enfermó de lo que está atacando a otra gente ahora. Sí, ella lo curó con medicina antigua, la medicina natural. No, ella no utiliza la medicina del huacho (extranjero).No, no le puede decir a usted cuáles son los remedios hasta que pregunte a los ancianos si deben intervenir en la vida del huacho. Sí, ella le da su palabra de que volverá mañana aquí, a la misma hora. Ella dice que si
quiere ver al señor que ella curó, se puede ir a un poblado cercano.

-¿Cuál es? –preguntó el Secretario, recriminándose nunca haber aprendido maya.

-Chikundzenot –repitió el intérprete al oír a la mujer–. El hombre que curó se apellida Olivares de l y ahora convalece en Chikundzenot.

El Secretario conocía el lugar y en camioneta fueron allá seguidos por el vehículo de los guardaespaldas, levantando polvo del camino. Cerca de Valladolid estaba la población de Chikundzenot, donde funcionaba una clínica de sanadores mayas.

Silencioso, el Secretario cavilaba afanosamente. Era un hombre de amplio criterio pero algunos puntos no eran aceptados por su mente. A su favor hay que decir que lo motivaba el no cerrarse a la posibilidad de que todo aquello no fuera un cuento. ¿En verdad aquella mujer había curado a alguien de esta nueva enfermedad? ¿Sin ningún procedimiento de diagnóstico y tratamiento modernos?

¿Podía ser esto posible? No era que dudara de la integridad de sanadores como la anciana. El Secretario nunca había conocido a un sanador maya que mintiera. Pero una cosa podía ser lo que ellos supusieran de su arte y otra, la realidad en ciertos casos; sin embargo, de ser verdad, los sanadores mayas –que curaban algunas enfermedades- representarían una ayuda invaluable en los días por venir, tan cercanos como los de esta misma semana.

Sanadores o no, la verdad que daría al público en el noticiario nocturno: eran casi 100 casos de esta rara enfermedad infecciosa; los reportes de diseminación de la enfermedad en el mapa de Yucatán aparecían como multitud de puntos rojos que se tocaban y tendían a unirse, anunciando que antes del fin de semana se declararía un estado de alerta sanitaria en el Estado.

Si los sanadores mayas tenían la solución, y la compartían –muchos no confiaban, y con razón, en lo que representaba la civilización moderna–, el Secretario no dudaría en pedir su apoyo, armar brigadas, entrenar a enfermeras, residentes y médicos, en los conocimientos y medicinas mayas y lanzarlos por el Estado, casa por casa. Pero ya. Vámonos.

Chikundzenot se mostró como una hilera de construcciones de deslumbrante blanco, después de una vuelta del camino. ¿Qué hallarían ahí?

viernes, 7 de septiembre de 2012

CAPITULO 2. CIUDADES DE ROCA Y ESPEJOS


El cuarto de máquinas

Don Héctor Medina respondió al mail del historiador y se encontró con él a un lado de la autopista 180, que va a Cancún.

Bajaron de sus autos y andaron a la orilla de la carretera.

Don Héctor habría deseado conocer de inmediato el informe del historiador, Miguel Arce; sin embargo, había qué andar un poco. La razón era que el documento que les interesaba como nada más en la vida, estaba resguardado en las proximidades.

El historiador Arce no daba muestras de tener una gran noticia qué dar. Y pese a ello, tenía esa noticia. Un códice maya, desconocido para el mundo entero… ¿El rostro inexpresivo del historiador sería una forma de aumentar la tensión?

Don Héctor casi le da una palmada expresiva, acompañada de un ¡Hombre, hable de una vez!, pero como buen jugador en el mundo de los negocios, ocultó sus emociones. Posiblemente le ocurría lo mismo a Arce. O era tanta su inquietud que no sabía manifestarla y estaba hecho un embrollo.

Así que siguieron caminando sin hablar, hasta que apareció la cabeza de la que fuera hacienda de la familia henequenera.

Tomando como modelo a la hacienda andaluza, en México la hacienda colonial no había dejado un recuerdo especialmente edificante. Sin embargo, ésta, la hacienda de los Medina, con modificaciones llegó hasta comienzos del siglo XX y tenía fama de haber sido humanitaria con sus trabajadores.

La hacienda de los Medina, llamada de San Miguel en su origen, había sido expropiada en época de Venustiano Carranza. Después tuvo funciones como cuartel, establos y simple inspiradora de historias locales de fantasmas. La cabeza de la hacienda, el día de hoy, propiedad de los Medina, era un complejo hotelero de 5 estrellas, modernizado, pero con aire de época y rodeado por el encanto de las ceibas. Hasta fotos de mis bisabuelos hay en el lobby, pensaba Don Héctor, no sabía si con orgullo o con incomodidad.

Mientras don Héctor caminaba acompañado del historiador hacia el arco de entrada, una vez más agradeció a las Musas que la familia hubiera podido mantener otro pequeño edificio de la ex hacienda, lejano del hotel, que hasta 1909 fuera cuarto de máquinas.

Cruzaron su gran reja. El cuarto de máquinas era un edificio sólido, de paredes gruesas, de roca, como pudo constatar nuevamente el historiador, ya que estuvo ahí días antes. El edificio era muy antiguo. Posiblemente en su origen fuera una bodega. Los restos de una inscripción en piedra todavía permitían leer:


… CONSTRUIDO POR…DN. ANT…N MEDINA…
CA… ALLERO DE LA ORD…N DE CALATRAVA…
M…RIDA
1752

Un depositario de sueños, pensó don Héctor, al abrir el gran portón de metal que reemplazara al de madera. Un depositario de sueños, eso es el cuarto de máquinas, aun con su cuarto de vigilancia anexo y el clima artificial.

El empresario y el historiador se sumergieron en lo que parecía una estación abandonada: cajas de madera de todos tamaños, infinidad de objetos sin embalar, apilados sin orden aparente, llenaban la vieja edificación. Eran tantos, que la vista experimentaba cierta renuencia a ver los detalles; sin embargo, esos detalles eran grandes piezas: destacaban los objetos artísticos, los muebles, candelabros de cristal, cuadros, instrumentos para la agroindustria del siglo XIX, enormes paquetes de libros polvorosos, filas interminables de cajas y arcones.

-Debería crear un museo con todo esto, don Héctor –opinó el historiador, como al acaso.

-Sí, don Miguel –suspiró el empresario-. Mi hermano siempre quiso hacerlo, pero nunca tuvo tiempo. O interés. Ese museo lo haré antes de dos años, si Dios me presta vida. Esta semana haré los contactos con los curadores.

El historiador miró a su alrededor con verdadera curiosidad. El cuarto de máquinas -quién sabe que fuera en 1752-, era una especie de bodega ciclópea donde la familia había ido guardado objetos adquiridos en sus viajes por otros países y por México; piezas recibidas en pago y enseres familiares a los que no habían sabido darles utilidad, pero que conservaron por razones emotivas. 

Don Héctor se movía por los pasillos formados por las cajas, seguido por las cámaras de vigilancia, como si caminara por las calles de una ciudad conocida.

-En una caja está el vestido de novia de mi tatarabuela –dijo, como si hubiera leído el pensamiento de su acompañante-. Y sospecho que en otra está la película perdida de Pancho Villa que filmó Christy Cabanne en 1914, pero ahora…

En uno de los pasillos formados por los embalamientos, a nivel casi del suelo, don Héctor extrajo una caja de metal, de grandes remaches. La abrió con una vieja llave de dibujo rebuscado, y extrajo un objeto envuelto en un lienzo de henequén.

-Así que es esto –asintió don Héctor.

Brote de enfermedad

Más adelante, sobre la misma autopista 180 y en las ruinas de lo que fuera una poderosa ciudad maya, el Secretario de Salud estatal acompañado por un intérprete, hablaba con una mujer de rostro marcado por el tiempo y el saber. Sus arrugas eran surcos del día y de la noche, surcos como jeroglíficos, en una lengua ignota.

El Secretario no hacía una visita de cortesía. El peligro de una epidemia en el Estado podía estarse forjando y nadie lo sabía excepto él y los tres que lo acompañaban

La historia era simple, pero nada fácil: diez enfermos detectados en 72 horas en las cercanías de Valladolid. Los cuatro fallecidos en el mismo lapso: tres niños, una mujer adulta y seis ancianos, debido a un cuadro de inicio rápido y curso fulminante, consistente en disentería concomitante con trastornos neurológicos: deshidratación, convulsiones y estupor. Los decesos eran una alarma. Mientras el gobierno del Estado ponía en marcha el Plan de Contingencia Sanitaria en las poblaciones y se difundían spots por televisión, el Secretario se había dirigido al Centro de Salud de Valladolid, donde ocurrieron los decesos, para obtener información de primera mano.

Al salir de la reunión, el Secretario vio a la familia de un enfermo abandonando el Centro de Salud. El paciente iba demacrado y ardiendo en fiebre. Un policía trataba de detenerlo junto con otros médicos; el Secretario escuchó a aquel hombre: “no, aquí no curan, aquí nomás se empeora uno”. Un comentario casual hizo entender al Secretario que estas familias llevarían a su paciente con una herbolaria “que sí cura d‘esto, ya curó a uno”.

Dudando, pero decidido a no pasar por alto ninguna información, el Secretario había preguntado dónde localizarla, y ahora miraba a la herbolaria que le mencionaran. A su alrededor, Chichén Itzá soñaba.

El cuarto códice maya

-Así que es esto –se repitió el empresario, sopesando el pesado objeto envuelto.

-¿Cómo llegó aquí, don Héctor?

-No lo sé –suspiró-. Yo lo descubrí cuando era adolescente. De niño pasaba mucho tiempo en este sitio. Ya sabe, era el típico que no se junta con nadie con tal de estar leyendo. Sin embargo, pronto la empresa familiar me reclamó. Aun así, cada que yo volvía de Estados Unidos me metía a este edificio. Hallé el arcón en 1962, luego de que pasé un año buscando la llave.

-¿Y usted supo de qué se trataba?

-Claro… y se preguntará por qué no lo dije a mi familia. Para empezar no se suponía que yo debía estar aquí. Además, con mi padre no se hablaba sin su permiso. Mi madre estaba muy ocupada con la empresa y a mi hermano nunca le interesó. Usted debe entender que nuestro mundo puede ser muy absorbente y que las prioridades son muy claras.

-Es increíble –opinó el historiador.

Don Héctor no supo si lo increíble era que nadie más se hubiera enterado, o si lo increíble era la naturaleza del objeto, o que su familia casi no se hablara. Mejor liberó el objeto de la envoltura de fibra.

Tres códices mayas habían sobrevivido a la destrucción de la Colonia, y los tres originales se hallaban fuera de México. Uno en París, otro en Dresde y otro en Madrid.

Sólo tres del saber milenario de los mayas, y ahora el lienzo, al caer, mostró el cuarto códice maya, que pareció reflejarse en los ojos de los dos hombres: una serie de pliegos unidos y doblados sobre sí, de lo que podían llamarse 100 páginas con jeroglíficos y dibujos. Y los dibujos conservaban los colores.

Ambos hablaron en susurros, como si elevar la voz pudiera hacer desaparecer el espejismo o el ensueño, o el momento de ver algo que en situaciones normales no hubieran tenido oportunidad de ver, ni de tocar.

La página mostraba glifos en orden horizontal y vertical, enmarcando el dibujo de un dios, Itza’mná.

-El códice está en perfecto estado –afirmó el historiador-. Unos pliegos del inicio están semi-borrados de los márgenes, y la página primera está deteriorada, pero es comprensible dado el ambiente en que se ha hallado y por alguna manipulación previa. Sin embargo, no hay una pérdida evidente. El papel maya es mejor que el papiro egipcio.

Don Héctor reconoció la textura del papel maya, el amate, que entonces se le llamaba kopó. Obtenido del amate o higo salvaje, a las ramas se les quitaba la corteza para elaborar una pasta que se aplanaba para darle forma de hoja y que se secaba al sol. Una vez seca, se le añadía almidón y cal.

Y los colores… Don Héctor vio los colores, con el asombro siempre renovado: los vivos rojos de hematita, los amarillos de Sol, y sobre todo, el hermoso azul, el azul maya… más vivo que el azul turquesa, como el agua de un lago del Paraíso… creado con hojas secas de la hierba del añil, mezcladas con arcilla paligorsquiita. El Prof. Vicente Reyes Valerio, mexicano, que en paz descansara, había descubierto la fórmula. Y en el códice los azules cantaban y complacían.

Héctor no sabía leer los glifos, pero el historiador le aclaró esa duda.

-Es un tratado de medicina. Contiene algunos conjuros y rezos, pero sobre todo hace referencia a la herbolaria y a temas generales de la medicina maya.

Ambos observaron el códice en silencio. El historiador dijo en tono conciliador y responsable:

-Don Héctor… Ud. debe reportar el hallazgo.

-Lo sé –asintió Héctor-. Y el gobierno nos dirá: gracias en nombre de la nación y venga el códice pa’cá.

Ignoraban que en la sala de vigilancia, por una de las cámaras, su sobrino Jaime los veía y oía con atención, con sonrisa satisfecha e irónica.