viernes, 28 de septiembre de 2012

CAPÍTULO 5. INTERMEDIO

Tejiendo una red

Cavilando, Jaime se mordía lentamente un nudillo, solo en el cuarto de máquinas.

Dando tiempo a su tío y al historiador para abordar sus autos, empezaba a fraguar un plan.

Habían dejado el códice en el depósito. No era mala decisión. El clima artificial lo había preservado y continuaría haciéndolo.

Imposible para Jaime sacar el códice personalmente. Aun si obtuviera la llave –lo cual era un enorme problema-, no parecía la acción más inteligente.

Sería lo más rápido, pero también lo más torpe. De inmediato su tío ataría cabos y aunque no los atara, sospecharía acertadamente que su querido sobrino lo había espiado y hurtado. Jaime no tendría el tiempo necesario para saber qué hacer con el documento.

Necesitaba un comprador, por supuesto. Necesitaba también una estructura logística para sacar el códice del país o por lo menos para hacerlo llegar a manos de un intermediario. Necesitaba saber en cuánto se cotizaba un códice. Saber que valía un dineral, un montonal de billete, no era suficiente. Dólares, euros, libras esterlinas, hasta el centavo.

También necesitaba un espía. No podía estar metiéndose al cuarto de vigilancia cada que a su tío se le atravesara tener una charla con el historiador.

Tampoco podía seguirlo a todas partes. Debía conseguir a alguien que fuera su sombra, que diera informes de actividades.

Lo que tuvo claro Jaime desde ese momento, es que en algún punto del camino debía arrebatar el tesoro a su tío. Sonrió. ¿Qué tal en la puerta misma del cuarto de máquinas, el día que su tío sacara el códice? Podía ser también cuando se sintiera en camino: un pequeño accidente automovilístico o robo en carretera. Tal vez dándole un discurso final no interrumpido por un héroe. Con relación de agravios y bofetadas, para mayor verosimilitud. Después, la huida a otro país, con el dinero.

Para saber cuándo su tío sacaría el códice de la bodega, llamó al guardián, y aunque éste era leal al buen tío, todo tiene sus límites. Unos gritos y amenazas al hombre y de paso a su familia (el soborno no habría sido buena idea, además era gastar y para qué), bastaron para conseguir que el guardián amedrentado, aceptara telefonear el día que el tío sacara el documento, para decir una palabrita fácil de recordar: “Ya”.

Una vez solo, Jaime partió en su auto con la sensación de haber empezado un buen trabajo.

Larga noche

El Secretario de Salud, en su oficina, respondía llamadas y estudiaba informes, preocupado por el avance de la enfermedad.

Varios hospitales recibían un número creciente de enfermos.

Héctor Medina, en su despacho de la fábrica, fumaba un habano con la imagen de un códice portentoso en la mente.

El historiador hacía contactos telefónicos para asegurar la preservación del códice en los próximos días.

En Chikundzenot, una Ah-Men daba una infusión a un niño que tosía, recostado.

Cada cual, ocupado en sus actividades, ignoraba que sus destinos pronto se encontrarían.



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