Un
testigo inoportuno
Mientras
Héctor Medina conversaba con el historiador creyéndose protegido por los
gruesos muros de la vieja bodega colonial, su sobrino Jaime escuchaba en el
cuarto de vigilancia con sonrisa maliciosa.
El firme
don Héctor sabía que el guardián de la bodega no se atrevería a escuchar su
diálogo; pero no contaba con que su sobrino espiaba sus actividades desde antes
de la repartición de la herencia, hasta que sospechó, con bases, que ocurría
algo muy especial.
En el
cuarto de vigilancia, viendo a su tío y al historiador por la cámara, sentados
y pasando con muchísimo cuidado las páginas del códice, Jaime elevó el volumen
de sus bocinas, experimentando una sensación de triunfo.
Con
amenazas y frialdad había hecho salir al vigilante. Ahora, esto de espiar, de
invadir el espacio de otros, provocaba en Jaime un goce especial ya conocido.
Un placer algo infantil, emoción, mezcla de saberse haciendo algo indebido y de
correr el riesgo de ser descubierto. Así era cuando de niño oía hablar de
negocios en la fábrica de su difunto padre –que lo dejara muy mal parado con la
herencia-, o escuchaba discutir a sus tíos en una habitación, colocando un vaso
entre sus orejas indiscretas y la pared. Hoy, se acompañaba de una sensación de
venganza.
Rodeado de
las computadoras, las pantallas, los teléfonos, los micrófonos, los controles y
la media luz, esa emoción crecía y Jaime se sentía un espía de película.
Escondido, pero al tanto de todo, enterándose del gran secreto, se burlaba de
ese tío que había heredado la Gerencia General, puesto le correspondía a él, el
hijo del dueño del gran emporio yucateco.
El tío le
había robado su herencia legítima. Y ahora ese tipo ponía en marcha otro gran proyecto, para poner otra corona de laurel a
su soberbio retrato familiar. Ah,
pero esta vez no será así, querido tío, pensaba Jaime, anticipando la
venganza.
Dejaría
actuar a su tío; hablar y hacer, creyendo que tenía el control; en el momento
adecuado lo detendría, pues lo mejor de esta venganza armada conforme oía, era
que, además de destruir sus expectativas, ese códice valdría muchísimo dinero,
más que las propiedades de la familia en su conjunto, y el Gran Don Héctor
Medina no sería quien lo cobrara.
Jaime se
colocó audífonos para escuchar mejor y evitar ser espiado a su vez por el
guardián que estaba afuera. El león cree que todos son de su condición.
Tras las
pistas de la verdad
En Chichén
Itzá, en el marco de sus imponentes pirámides, relativamente al amparo de
curiosos y turistas, el Secretario de Salud del Estado habló con la sanadora,
acompañado por el intérprete y con discretos guardaespaldas rondando a unos
metros.
El
Secretario no sabía por qué lo hacía. Eso de oír a una curandera era muy poco
serio. Quizás lo hacía para obtener cualquier información, la que fuera, que
pudiera parar lo que se fraguaba a partir de esa reducida zona.
La sanadora
era una mujer entrada en años, de voz mesurada y que evitaba hablar en español.
Con la mediación del intérprete, el Secretario escuchó las respuestas de esa
mujer de rasgos poco expresivos, pero inyectados con un aire de misterio.
-Sí, ella
curó al señor que vino de la clínica estatal –decía el traductor conforme oía a
la anciana-. Sí, ella curó a uno que se enfermó de lo que está atacando a otra
gente ahora. Sí, ella lo curó con medicina antigua, la medicina natural. No,
ella no utiliza la medicina del huacho (extranjero).No, no le puede decir a
usted cuáles son los remedios hasta que pregunte a los ancianos si deben
intervenir en la vida del huacho. Sí, ella le da su palabra de que volverá
mañana aquí, a la misma hora. Ella dice que si
quiere ver
al señor que ella curó, se puede ir a un poblado cercano.
-¿Cuál es?
–preguntó el Secretario, recriminándose nunca haber aprendido maya.
-Chikundzenot
–repitió el intérprete al oír a la mujer–. El hombre que curó se apellida
Olivares de l y ahora convalece en Chikundzenot.
El
Secretario conocía el lugar y en camioneta fueron allá seguidos por el vehículo
de los guardaespaldas, levantando polvo del camino. Cerca de Valladolid estaba
la población de Chikundzenot, donde funcionaba una clínica de sanadores mayas.
Silencioso,
el Secretario cavilaba afanosamente. Era un hombre de amplio criterio pero
algunos puntos no eran aceptados por su mente. A su favor hay que decir que lo
motivaba el no cerrarse a la posibilidad de que todo aquello no fuera un
cuento. ¿En verdad aquella mujer había curado a alguien de esta nueva
enfermedad? ¿Sin ningún procedimiento de diagnóstico y tratamiento modernos?
¿Podía ser
esto posible? No era que dudara de la integridad de sanadores como la anciana.
El Secretario nunca había conocido a un sanador maya que mintiera. Pero una
cosa podía ser lo que ellos supusieran de su arte y otra, la realidad en
ciertos casos; sin embargo, de ser verdad, los sanadores mayas –que curaban
algunas enfermedades- representarían una ayuda invaluable en los días por
venir, tan cercanos como los de esta misma semana.
Sanadores o
no, la verdad que daría al público en el noticiario nocturno: eran casi 100
casos de esta rara enfermedad infecciosa; los reportes de diseminación de la
enfermedad en el mapa de Yucatán aparecían como multitud de puntos rojos que se
tocaban y tendían a unirse, anunciando que antes del fin de semana se
declararía un estado de alerta sanitaria en el Estado.
Si los
sanadores mayas tenían la solución, y la compartían –muchos no confiaban, y con
razón, en lo que representaba la civilización moderna–, el Secretario no
dudaría en pedir su apoyo, armar brigadas, entrenar a enfermeras, residentes y
médicos, en los conocimientos y medicinas mayas y lanzarlos por el Estado, casa
por casa. Pero ya. Vámonos.
Emocionante,me gusta el libro:)
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