El cuarto de máquinas
Don Héctor Medina respondió al mail
del historiador y se encontró con él a un lado de la autopista 180, que va a
Cancún.
Bajaron de sus autos y
andaron a la orilla de la carretera.
Don Héctor habría deseado conocer de inmediato el informe del historiador, Miguel Arce;
sin embargo, había qué andar un poco. La razón
era que el documento que les interesaba como nada más en la vida, estaba resguardado en las proximidades.
El historiador Arce no daba
muestras de tener una gran noticia qué dar. Y pese a ello, tenía esa noticia. Un
códice maya, desconocido para el mundo entero… ¿El rostro inexpresivo del
historiador sería una forma de aumentar la tensión?
Don Héctor casi le da una palmada
expresiva, acompañada de un ¡Hombre, hable de una vez!, pero como buen jugador
en el mundo de los negocios, ocultó sus emociones. Posiblemente le ocurría lo
mismo a Arce. O era tanta su inquietud que no sabía manifestarla y estaba hecho un embrollo.
Así que siguieron caminando sin
hablar, hasta que apareció la cabeza de la que fuera hacienda de la familia
henequenera.
Tomando como modelo a la hacienda
andaluza, en México la hacienda colonial no había dejado un recuerdo especialmente
edificante. Sin embargo, ésta, la hacienda de los Medina, con
modificaciones llegó hasta comienzos del siglo XX y tenía fama de haber sido
humanitaria con sus trabajadores.
La hacienda de los Medina, llamada
de San Miguel en su origen, había sido expropiada en época de Venustiano
Carranza. Después tuvo funciones como cuartel, establos y simple
inspiradora de historias locales de fantasmas. La cabeza de la hacienda, el día de hoy,
propiedad de los Medina, era un complejo hotelero de 5
estrellas, modernizado, pero con aire de época y rodeado por el encanto de
las ceibas. Hasta fotos de mis
bisabuelos hay en el lobby, pensaba Don Héctor, no sabía si con orgullo o con
incomodidad.
Mientras don Héctor caminaba acompañado
del historiador hacia el arco de entrada, una vez más agradeció a las Musas que
la familia hubiera podido mantener otro pequeño edificio de la ex hacienda, lejano
del hotel, que hasta 1909 fuera cuarto de máquinas.
Cruzaron su gran reja. El cuarto de
máquinas era un edificio sólido, de paredes gruesas, de roca, como pudo
constatar nuevamente el historiador, ya que estuvo ahí días antes. El edificio
era muy antiguo. Posiblemente en su origen fuera una bodega. Los restos de una
inscripción en piedra todavía permitían leer:
… CONSTRUIDO POR…DN. ANT…N MEDINA…
CA… ALLERO DE LA ORD…N DE
CALATRAVA…
M…RIDA
1752
Un depositario de sueños, pensó don Héctor, al abrir el gran
portón de metal que reemplazara al de madera. Un depositario de sueños, eso es
el cuarto de máquinas, aun con su cuarto de vigilancia anexo y el clima
artificial.
El empresario y el historiador se
sumergieron en lo que parecía una estación abandonada: cajas de madera de todos
tamaños, infinidad de objetos sin embalar, apilados sin orden aparente,
llenaban la vieja edificación. Eran tantos, que la vista experimentaba cierta
renuencia a ver los detalles; sin embargo, esos detalles eran grandes piezas:
destacaban los objetos artísticos, los muebles, candelabros de cristal,
cuadros, instrumentos para la agroindustria del siglo XIX, enormes paquetes de
libros polvorosos, filas interminables de cajas y arcones.
-Debería crear
un museo con todo esto, don Héctor –opinó el historiador, como al acaso.
-Sí, don Miguel –suspiró el
empresario-. Mi hermano siempre quiso hacerlo, pero nunca tuvo tiempo. O
interés. Ese museo lo haré antes de dos años, si Dios me presta vida. Esta
semana haré los contactos con los curadores.
El historiador miró a su alrededor
con verdadera curiosidad. El cuarto de máquinas -quién sabe que fuera en 1752-,
era una especie de bodega ciclópea donde la familia había ido guardado objetos
adquiridos en sus viajes por otros países y por México; piezas recibidas en
pago y enseres familiares a los que no habían sabido darles utilidad,
pero que conservaron por razones emotivas.
Don Héctor se movía por los pasillos
formados por las cajas, seguido por las cámaras de vigilancia, como si caminara
por las calles de una ciudad conocida.
-En una caja está el vestido de
novia de mi tatarabuela –dijo, como si hubiera leído el pensamiento de su
acompañante-. Y sospecho que en otra está la película perdida de Pancho Villa
que filmó Christy Cabanne en 1914, pero ahora…
En uno de los pasillos formados por
los embalamientos, a nivel casi del suelo, don Héctor extrajo una caja de
metal, de grandes remaches. La abrió con una vieja llave de dibujo rebuscado,
y extrajo un objeto envuelto en un lienzo de henequén.
-Así que es esto –asintió don
Héctor.
Brote de enfermedad
Más adelante, sobre la misma
autopista 180 y en las ruinas de lo que fuera una poderosa ciudad maya, el
Secretario de Salud estatal acompañado por un intérprete, hablaba con una mujer
de rostro marcado por el tiempo y el saber. Sus arrugas
eran surcos del día y de la noche, surcos como jeroglíficos, en una
lengua ignota.
El Secretario no hacía una visita
de cortesía. El peligro de una epidemia en el Estado podía estarse forjando y nadie lo sabía excepto él y los tres que lo acompañaban
La historia era simple, pero nada
fácil: diez enfermos detectados en 72 horas en las cercanías de Valladolid. Los
cuatro fallecidos en el mismo lapso: tres niños, una mujer adulta y seis
ancianos, debido a un cuadro de inicio rápido y curso fulminante, consistente
en disentería concomitante con trastornos neurológicos: deshidratación,
convulsiones y estupor. Los decesos eran una alarma. Mientras el
gobierno del Estado ponía en marcha el Plan de Contingencia Sanitaria en las
poblaciones y se difundían spots por televisión, el Secretario se había
dirigido al Centro de Salud de Valladolid, donde ocurrieron los decesos, para
obtener información de primera mano.
Al salir de
la reunión, el Secretario vio a la familia de un enfermo abandonando el Centro
de Salud. El paciente iba demacrado y ardiendo en fiebre. Un policía trataba de detenerlo junto con otros médicos; el Secretario escuchó a aquel hombre:
“no, aquí no curan, aquí nomás se empeora uno”. Un comentario casual hizo
entender al Secretario que estas familias llevarían a su paciente con una
herbolaria “que sí cura d‘esto, ya curó a uno”.
Dudando, pero decidido a no pasar
por alto ninguna información, el Secretario había preguntado dónde localizarla,
y ahora miraba a la herbolaria que le mencionaran. A su alrededor, Chichén Itzá
soñaba.
El cuarto códice maya
-Así que es esto –se repitió el
empresario, sopesando el pesado objeto envuelto.
-¿Cómo llegó aquí, don Héctor?
-No lo sé –suspiró-. Yo lo descubrí cuando era adolescente. De niño pasaba mucho tiempo en
este sitio. Ya sabe, era el típico que no se junta con nadie con tal de estar
leyendo. Sin embargo, pronto la empresa familiar me reclamó. Aun así, cada que
yo volvía de Estados Unidos me metía a este edificio. Hallé el arcón en 1962,
luego de que pasé un año buscando la llave.
-¿Y usted supo de qué se trataba?
-Claro… y se preguntará por qué no
lo dije a mi familia. Para empezar no se suponía que yo debía estar aquí.
Además, con mi padre no se hablaba sin su permiso. Mi madre estaba muy ocupada
con la empresa y a mi hermano nunca le interesó. Usted debe entender que
nuestro mundo puede ser muy absorbente y que las prioridades son muy claras.
-Es increíble –opinó el
historiador.
Don Héctor no supo si lo increíble
era que nadie más se hubiera enterado, o si lo increíble era la naturaleza del
objeto, o que su familia casi no se hablara. Mejor liberó el objeto de la envoltura de fibra.
Tres códices mayas habían
sobrevivido a la destrucción de la Colonia, y los tres originales se hallaban
fuera de México. Uno en París, otro en Dresde y otro en Madrid.
Sólo tres del saber milenario de
los mayas, y ahora el lienzo, al caer, mostró el cuarto códice maya, que pareció reflejarse en los ojos de los dos hombres: una serie
de pliegos unidos y doblados sobre sí, de lo que podían llamarse 100 páginas
con jeroglíficos y dibujos. Y los dibujos conservaban los colores.
Ambos hablaron en susurros, como si
elevar la voz pudiera hacer desaparecer el espejismo o el ensueño, o el momento
de ver algo que en situaciones normales no hubieran tenido oportunidad de ver,
ni de tocar.
La página mostraba glifos en orden
horizontal y vertical, enmarcando el dibujo de un dios, Itza’mná.
-El códice está en perfecto estado
–afirmó el historiador-. Unos pliegos del inicio están semi-borrados de los
márgenes, y la página primera está deteriorada, pero es comprensible dado el
ambiente en que se ha hallado y por alguna manipulación previa. Sin embargo, no
hay una pérdida evidente. El papel maya es mejor que el papiro egipcio.
Don Héctor reconoció la textura del
papel maya, el amate, que entonces se le llamaba kopó. Obtenido del amate o
higo salvaje, a las ramas se les quitaba la corteza para elaborar una pasta
que se aplanaba para darle forma de hoja y que se secaba al sol. Una vez seca,
se le añadía almidón y cal.
Y los colores… Don Héctor vio los
colores, con el asombro siempre renovado: los vivos rojos de hematita, los
amarillos de Sol, y sobre todo, el hermoso azul, el azul maya… más vivo que el
azul turquesa, como el agua de un lago del Paraíso… creado con hojas secas de
la hierba del añil, mezcladas con arcilla paligorsquiita. El Prof. Vicente
Reyes Valerio, mexicano, que en paz descansara, había descubierto la fórmula. Y
en el códice los azules cantaban y complacían.
Héctor no sabía leer los glifos,
pero el historiador le aclaró esa duda.
-Es un tratado de medicina.
Contiene algunos conjuros y rezos, pero sobre todo hace referencia a la
herbolaria y a temas generales de la medicina maya.
Ambos observaron el códice en
silencio. El historiador dijo en tono conciliador y responsable:
-Don Héctor… Ud. debe reportar el
hallazgo.
-Lo sé –asintió Héctor-. Y el
gobierno nos dirá: gracias en nombre de la nación y venga el códice pa’cá.
Ignoraban que en la sala de
vigilancia, por una de las cámaras, su sobrino Jaime los veía y oía con atención, con
sonrisa satisfecha e irónica.