viernes, 9 de noviembre de 2012

CAPÍTULO 11. LOS NO INVITADOS



Perseguidos

En su auto, don Héctor gritó de dolor y enojo: Balam le pisó el pie en el acelerador, tirando del volante con energía. El auto levantó polvareda y piedras como chispazos cuando aceleró de golpe a 110 km por hora, zigzagueando por el forcejeo dentro del vehículo.

Avanzaron dentro de un ramal en la bifurcación. Don Héctor no vio cuál: vociferaba y trataba de quitar a Balam del volante dando codazos y empujones.

La caja había caído al suelo. ¿Qué pasa con éste?, se gritó don Héctor mentalmente, forcejeando. Pese a ser menos corpulento, el médico maya era bastante fuerte. No sólo resistía los empellones, sino que hizo a don Héctor soltar el volante. Don Héctor trató de volver a la pelea, pero el médico lo empujó sin contemplaciones y prácticamente pasó sobre él para ponerse al volante. Detrás se escuchó el rugir de un motor.

-¡Agáchese! –gritó el Dr. Balam tratando de controlar el vehículo.

En estallido sorprendente, el cristal trasero reventó hacia dentro de la camioneta y fragmentos de vidrio cayeron sobre nuca y espalda de Balam y otros sobre don Héctor, que a esas alturas no entendía nada, excepto que el vidrio no reventó por el calor, ni por la voz de una cantante de ópera que tronara cristales como indicaba el viejo chiste, no: fue porque les habían disparado, fue una bala, alguien desde el otro vehículo les había disparado y no venía a platicar, no venía a hablar de cultura maya, sino…

El Dr. Balam pisó más el acelerador. A don Héctor se le escapó un grito y saltó con un espasmo cuando el parabrisas delantero reventó hacia afuera en trozos que se desperdigaron hacia la carretera. Otro disparo, pensó don Héctor, el tiro había pasado entre los dos y en vez de dar en alguien como debió ser su sincero propósito, golpeó contra el parabrisas botándolo en fragmentos con todo y limpiadores.

El rugido del aire era fuerte, y el médico maya inclinado en el volante como si fuera un ciclista, como si pedaleara en el Tour del Corre Por Tu Vida, con un corte en la ceja derecha por un trozo del parabrisas que lo cortó al saltar por el disparo, apretó el acelerador al máximo, lo que no era poco, porque el auto podía alcanzar los 250 km por hora; y un vehículo Hummer con tres sujetos armados los alcanzó por la izquierda; se oyó a un hombre hablar por altavoz a su espalda, y entonces el Dr. Balam gritó una frase que don Héctor no entendió. El médico dio un volantazo golpeando el auto que los igualaba.

Sobre el camino

Poco antes, Jaime esperaba en el ramal izquierdo de la Y, tras arbustos espesos, en una camioneta y con tres cómplices conectados por el detective antes de ir a dar al hospital.

Jaime se sentía sano y vigilaba la carretera con binoculares. Pasó un buen rato viendo autos huyendo a Valladolid o a Puerto Morelos. Las ambulancias sonaban lejanas. Quizá la enfermedad estaba llegando más lejos.

Parecía que los emeritenses ya habían decidido quién dejaría la capital y quién no. Quienes decidieron irse de Mérida habían partido anoche y acabado de salir masivamente, al amanecer. Unos pocos autos iban ahora a la ciudad.

Quietud extraña, polvo y piedras. Nada más. El Sol, fuerte. Luego de cinco minutos, como saliendo de la nada, vio acercarse el auto de su tío, rumbo a Chichén Itzá.

-¡Ahí está, inútiles! –masculló, pateando al que descansaba detrás, como si metiera clutch.

Pusieron en marcha la camioneta y repasaron el plan. En cuanto cruzara el auto del tío, disparos a las ruedas, hacerlo descender, quitarle el códice, discurso y a ver qué más. El “qué mas” era lo mejor. El auto estaba cerca, 10 metros, cinco, la hora de la venganza se acercaba…

Al llegar a la intersección, la camioneta de su tío tomó bruscamente la bifurcación contraria, no la que debía, no la izquierda, sino la otra, la derecha, y aceleró de golpe levantando un surtidor de polvo y piedras. Jaime estaba boquiabierto.

-¿Qué pasó, jefe?

-¡Acelera a todo! –se levantó en la camioneta como poseso; en segundos, corrían expulsando tierra bajo las ruedas- ¿Les pago para que me entrevisten, haraganes?

Los cómplices de Jaime, en la camioneta que aceleraba levantando tierra del camino, dispararon contra el auto del tío. Primero reventó el cristal de atrás y después el parabrisas.

Los disparos tronaron como cohetes de feria, medio ahogados por el aullar del viento. Jaime despotricaba: eran tan malos tiradores que todo iba al aire. ¿Y cómo es que su tío sabía? Porque sabía: estaba huyendo y evitó tomar el camino que lo llevaría a su cita. A través de los binoculares distinguió que parecía forcejear en el auto. Balam debía estar luchando con el tío.

Jaime casi cayó de bruces cuando una Hummer los golpeó en la defensa trasera y otra los rebasaba por la izquierda como un bólido. Asustado, Jaime se agarró con dificultad. La Hummer de atrás los alcanzó por la derecha, limpiamente, rugiendo. Un individuo de negro, de pie en una especie de torreta, sujeto con arneses, miró a Jaime a través de sus anteojos oscuros.

¿De dónde llegaron?, se preguntó. ¡Ninguno de estos tontos me avisó!

-Hola, muchacho –gritó el otro, amablemente por un altavoz; había dos más en el auto.

-¿Quién eres? –Jaime percibió que sus hombres habían cesado de disparar.

-Represento a un grupo artístico–se colocó una mano en la funda de un arma- ¿Qué pensabas? -preguntó, como si un alumno no entendiera la lección- ¿Que armarías ruido en Internet sobre piezas arqueológicas sin que nos diéramos cuenta? Tienes suerte de que seamos los únicos hoy, así que… -recibiendo el viento, apuntó a Jaime con un arma con silenciador- nosotros iremos por tu tío.

Viendo la boca del cañón como si le prometiera un beso inolvidable, de los bonitos, Jaime se puso más blanco de lo que era. Ojos y boca se le volvieron O mayúsculas. Entendió súbitamente que esas personas se habían enterado de sus movimientos, más eficaces en su actuar y más a la mala. Se habían enterado del códice y ahora se mostraban. Quién sabe cuánto tiempo llevaban siguiéndole la pista. Jaime pensó que tenían un aspecto más inquietante que atemorizante. No se veían enojados, sino despiadados y fríos. Desalmados. Jaime se sintió como un niño atrapado y que en vez de una .45 tuviera en la mano una paleta mordida. Había estado jugando al malo, nada más. El sujeto le sonrió, curvando el dedo en el gatillo.

El conductor del auto de Jaime debió ponerse tan nervioso que perdió el control del volante. El vehículo se zarandeó y Jaime recibió una sacudida que lo hizo perder el arma, sacudido del cuello como si tuviera alambres de títere en vez de cervicales. La camioneta salió de la autopista y se fue de nariz; el peso de la inercia le reventó los vidrios, parándose sobre la defensa delantera y doblándose como acordeón. Jaime salió volando hasta el otro lado del camino. La camioneta rebotó por el asfalto, hasta  chocar contra un árbol.


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