Perseguidos
En su auto, don Héctor gritó de dolor y
enojo: Balam le pisó el pie en el acelerador, tirando del volante con energía.
El auto levantó polvareda y piedras como chispazos cuando aceleró de golpe a
110 km por hora, zigzagueando por el forcejeo dentro del vehículo.
Avanzaron dentro de un ramal en la
bifurcación. Don Héctor no vio cuál: vociferaba y trataba de quitar a Balam del
volante dando codazos y empujones.
La caja había caído al suelo. ¿Qué pasa con éste?,
se gritó don Héctor mentalmente, forcejeando. Pese a ser menos corpulento, el
médico maya era bastante fuerte. No sólo resistía los empellones, sino que hizo a don Héctor soltar el volante.
Don Héctor trató de volver a la pelea, pero el médico lo empujó sin contemplaciones
y prácticamente pasó sobre él para ponerse al volante. Detrás se escuchó el
rugir de un motor.
-¡Agáchese! –gritó
el Dr. Balam tratando de controlar el vehículo.
En estallido sorprendente, el cristal
trasero reventó hacia dentro de la camioneta y fragmentos de vidrio cayeron
sobre nuca y espalda de Balam y otros sobre don Héctor, que a esas alturas no
entendía nada, excepto que el vidrio no reventó por el calor, ni por la voz de
una cantante de ópera que tronara cristales como indicaba el
viejo chiste, no: fue porque les habían disparado, fue una bala, alguien desde el otro
vehículo les había disparado y no venía a platicar, no venía a hablar de
cultura maya, sino…
El Dr. Balam pisó más el acelerador. A
don Héctor se le escapó un grito y saltó con un espasmo cuando el parabrisas
delantero reventó hacia afuera en trozos que se desperdigaron hacia la
carretera. Otro disparo, pensó don Héctor, el tiro había
pasado entre los dos y en vez de dar en alguien como debió ser su sincero
propósito, golpeó contra el parabrisas botándolo en fragmentos con todo y
limpiadores.
El rugido del aire era fuerte, y el
médico maya inclinado en el volante como si fuera un ciclista, como si
pedaleara en el Tour del Corre Por Tu Vida, con un corte en la ceja derecha por
un trozo del parabrisas que lo cortó al saltar por el disparo, apretó el
acelerador al máximo, lo que no era poco, porque el auto podía alcanzar los 250
km por hora; y un vehículo Hummer con tres sujetos armados los alcanzó por la
izquierda; se oyó a un hombre hablar por altavoz a su espalda, y entonces el
Dr. Balam gritó una frase que don Héctor no entendió. El médico dio un
volantazo golpeando el auto que los igualaba.
Sobre el camino
Poco antes, Jaime esperaba en el ramal
izquierdo de la Y, tras arbustos espesos, en una camioneta y con tres cómplices
conectados por el detective antes de ir a dar al hospital.
Jaime se sentía sano y vigilaba la
carretera con binoculares. Pasó un buen rato viendo autos huyendo a Valladolid
o a Puerto Morelos. Las ambulancias sonaban lejanas. Quizá la enfermedad estaba
llegando más lejos.
Parecía que los emeritenses ya habían
decidido quién dejaría la capital y quién no. Quienes decidieron irse de Mérida
habían partido anoche y acabado de salir masivamente, al amanecer. Unos pocos
autos iban ahora a la ciudad.
Quietud extraña, polvo y piedras. Nada
más. El Sol, fuerte. Luego de cinco minutos, como saliendo de la nada, vio
acercarse el auto de su tío, rumbo a Chichén Itzá.
-¡Ahí está, inútiles! –masculló,
pateando al que descansaba detrás, como si metiera clutch.
Pusieron en marcha la camioneta y
repasaron el plan. En cuanto cruzara el auto del tío, disparos a las ruedas,
hacerlo descender, quitarle el códice, discurso y a ver qué más. El “qué mas”
era lo mejor. El auto estaba cerca, 10 metros, cinco, la hora de la venganza se
acercaba…
Al llegar a la intersección, la
camioneta de su tío tomó bruscamente la bifurcación contraria, no la que debía,
no la izquierda, sino la otra, la derecha, y aceleró de golpe levantando un
surtidor de polvo y piedras. Jaime estaba boquiabierto.
-¿Qué pasó, jefe?
-¡Acelera a todo! –se levantó en la
camioneta como poseso; en segundos, corrían expulsando tierra bajo las ruedas-
¿Les pago para que me entrevisten, haraganes?
Los cómplices de Jaime, en la camioneta
que aceleraba levantando tierra del camino, dispararon contra el auto del tío.
Primero reventó el cristal de atrás y después el parabrisas.
Los disparos tronaron como cohetes de
feria, medio ahogados por el aullar del viento. Jaime despotricaba: eran tan
malos tiradores que todo iba al aire. ¿Y cómo es que su tío sabía? Porque sabía: estaba huyendo y evitó tomar el
camino que lo llevaría a su cita. A través de los binoculares distinguió que
parecía forcejear en el auto. Balam debía estar luchando con el tío.
Jaime casi cayó de bruces cuando una
Hummer los golpeó en la defensa trasera y otra los rebasaba por la izquierda
como un bólido. Asustado, Jaime se agarró con dificultad. La Hummer de atrás
los alcanzó por la derecha, limpiamente, rugiendo. Un individuo de negro, de
pie en una especie de torreta, sujeto con arneses, miró a Jaime a través de sus
anteojos oscuros.
¿De dónde llegaron?,
se preguntó. ¡Ninguno de estos tontos me avisó!
-Hola, muchacho –gritó el otro,
amablemente por un altavoz; había dos más en el auto.
-¿Quién eres? –Jaime percibió que sus
hombres habían cesado de disparar.
-Represento a un grupo artístico–se
colocó una mano en la funda de un arma- ¿Qué pensabas? -preguntó, como si un
alumno no entendiera la lección- ¿Que armarías ruido en Internet sobre piezas
arqueológicas sin que nos diéramos cuenta? Tienes suerte de que seamos los
únicos hoy, así que… -recibiendo el viento, apuntó a Jaime con un arma con
silenciador- nosotros iremos
por tu tío.
Viendo la boca del cañón como si le
prometiera un beso inolvidable, de los bonitos, Jaime se puso más blanco de lo
que era. Ojos y boca se le volvieron O mayúsculas. Entendió súbitamente que
esas personas se habían enterado de sus movimientos, más eficaces en su actuar
y más a la mala. Se habían enterado del códice y ahora se mostraban. Quién sabe
cuánto tiempo llevaban siguiéndole la pista. Jaime pensó que tenían un aspecto
más inquietante que atemorizante. No se veían enojados, sino despiadados y fríos. Desalmados. Jaime
se sintió como un niño atrapado y que en vez de una .45 tuviera en la mano una
paleta mordida. Había estado jugando al malo, nada más. El sujeto le sonrió,
curvando el dedo en el gatillo.
El conductor del auto de Jaime debió
ponerse tan nervioso que perdió el control del volante. El vehículo se zarandeó
y Jaime recibió una sacudida que lo hizo perder el arma, sacudido del cuello
como si tuviera alambres de títere en vez de cervicales. La camioneta salió de
la autopista y se fue de nariz; el peso de la inercia le
reventó los vidrios, parándose sobre la defensa delantera y doblándose como
acordeón. Jaime salió volando hasta el otro lado del camino. La camioneta
rebotó por el asfalto, hasta chocar
contra un árbol.
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