viernes, 30 de noviembre de 2012

CAPITULO 14. COCODRILO VENADO ESTELAR


El nombre de la eternidad

Los funcionarios, los guardaespaldas, nada decían, estupefactos con las voces y los brillos. Las voces de los ancianos mayas, la del Dr. Balam, resonaron en la caverna, recordando a una sabia cultura que nada pedía a la griega, ni a la egipcia, y que las rebasaban en muchos aspectos, recordando el mensaje de los que habían sido sacerdotes, médicos, astrónomos, escritores de códices.

La sanadora leyó otro folio:

-¡Sois peregrinos, pero también lo son las estrellas. Sois caminantes, como el Sol. Y, como el Sol, ricos… La eternidad se llama instante. ¡El de ahora!

Don Héctor estaba feliz. Los sueños de su vida se cumplían. Estaba oyendo por fin lo que tanto tiempo había amado, primero como intuiciones, luego como certezas, y ahora como regalo.

El tornasol del agua del cenote, silenciosa, serena y multicolor, en capas de aguamarina y oro; escuchar la voz del códice, tanto tiempo dormida, ahora narrando sus historias de prodigios, arrancando ecos de silencios interiores, de voces cósmicas, en una profundidad que bien podía ser la del tiempo.

Se levantó y caminó lentamente por la caverna, escuchando a los lectores, como si recuperara el tiempo soleado de su infancia. No supo si fue la voz de Balam o el mensaje del códice; no supo si lo imaginaba o si lo veía, pero, ¿qué diferencia podía haber entre un mensaje del pasado y otro del presente, si ese mensaje tenía proyecciones eternas?

¿Eran las sombras? No: era la luz, que delineaba las sombras, lo que crecía ante sus ojos, y don Héctor vio saltar jaguares dorados, rayados de oscuro sobre el fondo verde de la selva húmeda de Yucatán; cocodrilos ágiles en la vera de ríos tumultuosos, glifos que se movían como vegetación que narrara leyendas; ceibas inmensas con ramas que se lanzaban  al cielo y se convertían en la luz de la Vía Láctea, en el Árbol de la Vida de los mayas… en sus astros vigilaban panteras de ojos brillantes en la espesura, y entre las estrellas se vislumbraban los remates de altas pirámides, doradas pirámides bajo un sol crepuscular, y con ellas se abrieron grandes ciudades populosas, de roca, en medio de la selva.

El Cocodrilo Venado Estelar no era un monstruo: montado en él -lo que era igual a decir, llevado por sus alas-, don Héctor sobrevoló antiguas ciudades que se elevaban entre esculturas y estelas de glifos, que recordaban las gestas de los dioses, de los príncipes y reyes, que contabilizaban un tiempo casi infinito en matemáticas perfectas; don Héctor quiso que todos lo vieran con él: recorrió calles abastecidas por acueductos, entre amplias avenidas llenas de gente, por encima de las naves que seguían costas donde se trabajaba en afanosos puertos; subió por largas escalinatas de templos donde se cantaba al origen del cosmos, y plazas en la luz de la tarde donde se relataban los ciclos del tiempo, en bailes con caracolas que dibujaban círculos bajo las constelaciones, narrando las leyendas de los cielos.

Escuchó tamboras y flautas, y su música se convirtió en un lenguaje de rostros, de formas animales, y se volvieron números en siluetas de líneas y puntos que avanzaron como si fueran los pliegos del códice, y ante sus ojos pasaron las divinidades mayas: Chaak, dios del agua; Ixchel, diosa de la fertilidad; K’inich Ajaw, dios solar; Nal, dios del maíz.

Don Héctor vio, en los altos observatorios bajo la Vía Láctea, astrónomos estudiando el cielo. En otros recintos, con olor a cera, vio a expertos pintores concentrados que mezclaban colores y dibujaban, escuchando el canto de las aves, entintando el papel de rojo carmesí, verde jade, narrando historias portentosas. Más allá, en otra de esas ciudades que puntuaban la selva a lo largo de miles de kilómetros, rodeados del humo de incienso, vio a los médicos, los Ah-Men, tomando el pulso de sus pacientes, siempre atentos, siempre dispuestos, siempre esforzados.

Vio a los Ah-Men, andando por bosques y selvas, reflexivos, recolectando plantas; escuchó los conjuros que acompañaban a la terapia.

Vio a estos hombres en la Escuela de Medicina de Izamal, en el colegio fundado por el mítico Zamná, en unión de Ixchel y Citbolontún. Los vio en recintos iluminados por antorchas, en la noche, estudiando códices multicolores, cuidados con celo durante años innumerables donde se describían enfermedades y su tratamiento; analizando las precisas descripciones de padecimientos y su sintomatología. De esta escuela salieron los primeros Ah-Men y sus sucesores; de ella también salían los dzac yahes, quienes conocían el uso de las plantas curativas, muchas de las cuales existen hoy en las farmacopeas internacionales.

Don Héctor los vio graduándose de médicos, en la ceremonia del mes Uo. Observó los rituales donde se consagraban sus instrumentos de trabajo, bajo la protección de Ixchel e Itzamná; ahí se consagraba su cristal de roca, el sastún, la piedra de luz, y la roca am.

Para los Ah-Men, en la salud influían los dioses para corregir o rectificar; pero el primer guardián de la salud era cada persona. La enfermedad se llamaba koch y ocurría por perder la armonía de la vida personal, de familia, en la comunidad. Para restablecer la salud recurría al trance místico,a dar baños con hierbas medicinales, a los masajes y a suministrar extractos de hierbas. El Ah-Men cuidaba la restitución del equilibrio y la sanación del cuerpo.

El sacerdote velaba por el cielo; el médico velaba por la tierra. Los Ah-Men velaban por el pixan, fuerza que determinaba la vida de cada persona, la partícula que le pertenecía en la vida física y más allá.

Don Héctor, invisible, caminó con ellos. El Ah-Men también realizaba rituales: daba nombre a los niños, basado en el calendario tzolkin, conducía los ritos de paso en la pubertad, las ceremonias civiles.

Los Ah-Men se presentaban pintados de azul en cara y cuerpo; eran protegidos por Ixchel y en el mes de septiembre por el dios Sol, mes donde se celebraba la fiesta de los médicos, así como celebraciones a Ixchel el día seis de septiembre y la Danza de la Luna.

Tenían por dioses protectores menores a los Bacabs, que sostenían al cosmos en los cuatro puntos cardinales; respetaban asimismo al dios Kaak o fuego, que enviaba enfermedades y protección contra las mismas.

¿Cuál era la música, qué sonidos brillaban en la selva? Don Héctor escuchó:  ocurría una epidemia y los mayas peregrinaban al santuario de Kinich Kakmo; la epidemia había cesado: se oían tambores y flautas, cantos con sonidos de cascadas y ríos que lavaban la luz de las estrellas. La música, el canto del agua, el reflejo de plata de los cenotes, se volvía una cascada que caía desde la cabeza de la diosa Ixchel.

En ese mismo cenote, silencioso por centurias, la ceiba no había callado como no lo haría nunca: se habían narrado leyendas y transmitido conocimiento, que pese al silencio del lugar, ahora eran conocidas por millones de personas. Vucub Caquix, el Caimán Cósmico, es derribado de su árbol por los Gemelos Héroes, Hunahpú e Xbalanqué, quienes preparan la llegada de la Humanidad: en el cielo Vucub, que es la Vía Láctea, gira en el cielo dando la impresión de que cae.

También las estrellas

La sanadora de Chichen Itzá se acercó a don Héctor junto con el Dr. Balam.

-Ella quiere darle las gracias, don Héctor.

-¿A mí? ¿Por qué? –susurró, sorprendido.

La sanadora tomó a don Héctor de las manos, y al hablar, el médico mayista tradujo sus palabras.

-Ella dice: has pasado muchos peligros para traer de vuelta a la luz, las palabras de nuestros mayores. Todo los que quieran guardar la memoria de lo valioso, han de ser como tú. Eres la Serpiente Relámpago, la que
vigila desde las raíces de la vida.

-Gracias –dijo don Hector, conmovido.

La aventura llegaba a su fin. Los descubrimientos, las carreras, las ganancias y las renuncias llegaban al término del camino. Don Héctor, sereno, pensó que el saldo era bueno. Un códice escondido durante cientos de años, preservado por un soldado o un fraile que, por un momento, vio la grandeza de lo que iba a ser destruido. ¡Si no puedes salvar a todos, por lo menos salva a uno!, debió pensar.

Y así permaneció en el cofre de una inmensa bóveda, el cuarto de máquinas, que era la suma del tiempo, como la danza de los Katunes. Y un día, por una sola persona, una sola que deseaba preservar el saber, don Héctor, otras habían llegado y llevado la empresa a buen fin.

Don Héctor caminó por la orilla del cenote, acompañado de la sanadora y del valiente Dr. Balam.

Allá, al fondo, la luz de las aguas se reflejaba en dorados y marinos en las paredes y el techo de roca viva. Dorados del Sol, cielos de azul maya.

El juego de las luces en la roca parecía formar niveles: los de las 13 regiones superiores, los Óoxlajuntik’uj, que eran las ramas de la Ceiba Cósmica; en el medio la Tierra, y abajo, las raíces del árbol en los nueve mundos inferiores.

El Sol brilla en las ramas del árbol, desciende y en las raíces se convierte en jaguar, para renacer al otro día en el disco solar.

-¿Qué piensa, don Héctor? –sonrió el Dr. Balam- ¿Cree que en el universo todo vive?

Don Héctor Medina los miró; los ojos le brillaban.

Estaba orgulloso de su herencia y de su historia; orgulloso de vivir en la tierra de los mayas. Convencido de la importancia de tener una identidad.

Convencido también de que la sabiduría no tiene dueños. Don Héctor pensó que la Historia no era recuerdos, tampoco grandes recuerdos, ni memorias magníficas; la Historia era vida presente porque no estaba formada solamente de gestas, como tampoco de vestigios, de fragmentos de piedra tallada, sino que éstos eran el inicio, la base del ver y del entender por qué hacemos como hacemos.

La Historia era la catapulta para entender nuestra actual forma de vivir, de ser y de comprender. Ver al pasado, andar en el presente y pensar en el futuro. Nadie tenía derecho de robar la memoria; era deber de todos preservarla. La voz del poeta, el canto de las ceibas, el arrullo de las madres, los ojos vueltos al infinito.

Al otro lado de la cueva se escuchaba la lectura que los ancianos mayas hacían del códice:

-Dadnos el don de marchar siempre por caminos abiertos y veredas sin emboscadas. Que estemos siempre tranquilos y en paz con los nuestros. Que pasemos una vida feliz. Dadnos, pues, una vida, una existencia al abrigo de todo reproche, ¡oh, Hurakán, oh, Surco del Relámpago, oh, Rayo que Golpea! ¡Oh, Chipi-Nanauac, Raxa-Nanauac, Voc, Hunahpú, Tepeu, Gucumatz! ¡Oh, tú que engendras y das el ser, Xpiyacoc, Xmucané, Abuela del Sol, Abuela de la Luz, haz que las semillas germinen y que se haga la luz!

-Sí, todos tenemos un lugar –susurró don Héctor, sonriendo-. También las estrellas.



 
 FIN



Comentario

“También las estrellas” es el título del segundo texto del Chilam Balam de Chumayel, y a éste pertenecen los párrafos que los personajes leen en el códice del relato. También son fragmentos del Memorial de Sololá y el Popol vuh. Los poemas del códice pertenecen a Los Cantares de Dzibalché. Los conjuros son del Ritual de los Bacabes.

Se presentan fragmentos de textos reales en vez de inventarlos, para invitar al lector a acercarse a la grandiosa cultura que inspira al relato. También, para medir el tamaño de la pérdida sufrida y para invitar al lector, muy sinceramente, a preservar lo que tenemos de una de las mayores civilizaciones que han existido: la maya.

Gracias a todos por seguir este relato. 

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