Revelaciones
Conducida por Balam, la camioneta de
don Héctor corría a más de 130 por hora. Una Hummer lo seguía por la izquierda, otra por detrás. Un tercer
vehículo acababa de salir despedido por el camino. No había entendido nada de
lo que se dijera por el altavoz.
El Dr. Balam dio otro golpe en el cofre
a la Hummer que intentaba igualarlos, lo que sirvió para no ser rebasados y
ganar metros. A más de 140 por hora, los tumbos daban la impresión de que la
camioneta levantaría vuelo en cualquier momento.
-¡Con la curandera! –repitió
el Dr. Balam, despeinado por el golpe del aire- ¡Le digo que debemos llegar con la curandera!
Invítenme a su fiesta,
pensó don Héctor con el alma en un hilo. Con la caja del códice en los pies –la
única razón por la que aquellos hombres no les disparaban, dedujo-, se quitó un
trozo de parabrisas del saco. El aire golpeaba a Balam inclinado en el volante,
viendo alternadamente por los espejos y al frente. ¿Qué es todo esto?,
se dijo don Héctor. Yo estaba leyendo sobre los calendarios
mayas y ¿ahora qué?
-¡Éstos no son hombres de su sobrino! –gritó
el Dr. Balam, tratando de controlar el volante- ¡Él iba a detenerlo pasada la
intersección de allá atrás! ¡Éstos son más peligrosos!
Don Héctor asomó los ojos por el borde
de su asiento. Los sujetos en las camionetas, de chamarras negras, portaban
armas. Nada más no disparan para no destruir el
códice si volcamos, se repitió, tirante hasta las mandíbulas.
Aun así se le escapó una pregunta:
-¿Mi sobrino? –se oyó gritando sin
querer- ¿Él sabe del códice?
-Lo supo hace mucho, ha esperado para
robárselo, tiene cómplices. ¡Sujétese!
Don Héctor se sostuvo de donde pudo.
Otro motor rugió y con perfecta sorpresa, una camioneta vacía con jaula para
cerdos brotó de una parte oculta en la vegetación, describiendo un amplio arco
y estrellándose brutalmente contra un costado de la Hummer que iba atrás. El
metal reventado crujió aparatosamente, los vidrios
saltaron en todas direcciones y un sujeto con arneses voló como títere sin
cuerdas mientras los otros rebotaban dentro de la cabina de la Hummer.
-¡Por el padre santo…! –gritó don
Héctor, tomándose la calva.
-Nos los quitaron de encima, pero sigue
esta otra camioneta –gritó el médico, refiriéndose a la de la izquierda.
-¿Quiere decirme su papel en esto? –tronó
don Héctor, abrochándose el cinto de seguridad.
Las palabras del Dr. Balam, aunque
decían una verdad notoria, aliviaron al empresario:
-Yo estoy con usted, don Héctor, desde
el principio –respondió Balam, recuperando su sonrisa misteriosa, con la herida
en la ceja-. La camioneta que golpeó a la Hummer es de gente que nos apoya. Con
sujetos como los que nos siguen, no nos queda opción… debemos salir del camino
en 500 metros. ¡Pase lo que pase, usted
debe llevar el códice!
La autopista quedaba atrás a velocidad
de vértigo. Alguien en la Hummer de la izquierda atornillaba algo a lo que
parecía el cañón de un arma larga. Esto
también es un final del mundo,
pensó don Héctor, a quien la cabeza le daba vueltas. El final de su mundo
particular. El final del mundo de su sobrino. Si el códice se salvaba era el
final del mundo para quienes los perseguían. La quema de los códices mayas en
1562 fue el término de un mundo. La supervivencia del conocimiento pese a la
hoguera, había sido un final del mundo oscurantista.
Nadie vio bien cómo, pero la Hummer de
golpe saltó, perdió estabilidad y salió por los aires girando como peonza y
estrellándose metros más allá.
-Eso también salió bien -susurró Balam,
aliviado.
Rumbo a la luz
Conduciendo, el Dr. Balam abandonó la
carretera internándose en una zona de maleza a 140 por hora, apartando ramas y
hojas como un machete gigantesco.
Don Héctor seguía agarrado a veinte
uñas dentro el vehículo saltando casi sin control. Cualquier golpe los haría
volar y hacerse pedazos, pero Balam parecía conocer el terreno.
El vehículo disminuyó la velocidad,
hasta detenerse en un claro.
Don Héctor suspiró y su descanso duró
bien poco, pues alguien asomó la cabeza por la ventanilla del Dr. Balam y ambos
intercambiaron rápidas frases en maya. El Dr. Balam miró a don Héctor:
-Llegamos, aquí no nos encontrarán.
Estamos justo a espaldas del centro ceremonial de Chichén Itzá. Vendrán más
amigos, considérese a salvo.
Mareado, don Héctor bajó del auto, se
sentó en un tronco caído y se puso el maletín en las piernas. Jadeaba, como si
hubiera corrido en vez de haber pasado
casi 10 kilómetros sobre cuatro ruedas a más de 100 por hora. El corazón le
palpitaba tan fuerte que sentía los latidos en el cuello.
-Mi sobrino… y esos hombres… -susurró
don Héctor- no puedo creerlo…
-Había más personas tras el códice. Los
detectamos en Mérida, pero eran tan peligrosos que no podíamos enfrentarlos
abiertamente.
-Nunca me entero de nada –protestó don
Héctor.
-De haber sabido lo que se tramaba,
usted hubiera sacado el códice del cuarto de máquinas con protección
extraordinaria. Sus enemigos no se habrían manifestado, pero continuarían
atacándolo en la sombra. Por eso lo hicimos de este modo -el Dr. Balam se
limpió la herida de la frente con un pañuelo. Le dolían los codazos que le
propinara don Héctor, pero sonrió-, ¿ha oído del Caimán Cósmico?
-Folio 14 del códice… hábleme de él,
así me relajaré.
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