viernes, 16 de noviembre de 2012

CAPÍTULO 12. ANTES DE LAS LEYENDAS



Revelaciones

Conducida por Balam, la camioneta de don Héctor corría a más de 130 por hora. Una Hummer lo  seguía por la izquierda, otra por detrás. Un tercer vehículo acababa de salir despedido por el camino. No había entendido nada de lo que se dijera por el altavoz.

El Dr. Balam dio otro golpe en el cofre a la Hummer que intentaba igualarlos, lo que sirvió para no ser rebasados y ganar metros. A más de 140 por hora, los tumbos daban la impresión de que la camioneta levantaría vuelo en cualquier momento.

-¡Con la curandera! –repitió el Dr. Balam, despeinado por el golpe del aire- ¡Le digo que debemos llegar con la curandera!

Invítenme a su fiesta, pensó don Héctor con el alma en un hilo. Con la caja del códice en los pies –la única razón por la que aquellos hombres no les disparaban, dedujo-, se quitó un trozo de parabrisas del saco. El aire golpeaba a Balam inclinado en el volante, viendo alternadamente por los espejos y al frente. ¿Qué es todo esto?, se dijo don Héctor. Yo estaba leyendo sobre los calendarios mayas y ¿ahora qué?

-¡Éstos no son hombres de su sobrino! –gritó el Dr. Balam, tratando de controlar el volante- ¡Él iba a detenerlo pasada la intersección de allá atrás! ¡Éstos son más peligrosos!

Don Héctor asomó los ojos por el borde de su asiento. Los sujetos en las camionetas, de chamarras negras, portaban armas. Nada más no disparan para no destruir el códice si volcamos, se repitió, tirante hasta las mandíbulas. Aun así se le escapó una pregunta:

-¿Mi sobrino? –se oyó gritando sin querer- ¿Él sabe del códice?
-Lo supo hace mucho, ha esperado para robárselo, tiene cómplices. ¡Sujétese!

Don Héctor se sostuvo de donde pudo. Otro motor rugió y con perfecta sorpresa, una camioneta vacía con jaula para cerdos brotó de una parte oculta en la vegetación, describiendo un amplio arco y estrellándose brutalmente contra un costado de la Hummer que iba atrás. El metal reventado crujió aparatosamente, los vidrios saltaron en todas direcciones y un sujeto con arneses voló como títere sin cuerdas mientras los otros rebotaban dentro de la cabina de la Hummer.

-¡Por el padre santo…! –gritó don Héctor, tomándose la calva.
-Nos los quitaron de encima, pero sigue esta otra camioneta –gritó el médico, refiriéndose a la de la izquierda.

-¿Quiere decirme su papel en esto? –tronó don Héctor, abrochándose el cinto de seguridad.

Las palabras del Dr. Balam, aunque decían una verdad notoria, aliviaron al empresario:

-Yo estoy con usted, don Héctor, desde el principio –respondió Balam, recuperando su sonrisa misteriosa, con la herida en la ceja-. La camioneta que golpeó a la Hummer es de gente que nos apoya. Con sujetos como los que nos siguen, no nos queda opción… debemos salir del camino en 500 metros. ¡Pase lo que pase, usted debe llevar el códice!

La autopista quedaba atrás a velocidad de vértigo. Alguien en la Hummer de la izquierda atornillaba algo a lo que parecía el cañón de un arma larga. Esto también es un final del mundo, pensó don Héctor, a quien la cabeza le daba vueltas. El final de su mundo particular. El final del mundo de su sobrino. Si el códice se salvaba era el final del mundo para quienes los perseguían. La quema de los códices mayas en 1562 fue el término de un mundo. La supervivencia del conocimiento pese a la hoguera, había sido un final del mundo oscurantista.

Nadie vio bien cómo, pero la Hummer de golpe saltó, perdió estabilidad y salió por los aires girando como peonza y estrellándose metros más allá.

-Eso también salió bien -susurró Balam, aliviado.

Rumbo a la luz

Conduciendo, el Dr. Balam abandonó la carretera internándose en una zona de maleza a 140 por hora, apartando ramas y hojas como un machete gigantesco.

Don Héctor seguía agarrado a veinte uñas dentro el vehículo saltando casi sin control. Cualquier golpe los haría volar y hacerse pedazos, pero Balam parecía conocer el terreno.

El vehículo disminuyó la velocidad, hasta detenerse en un claro.

Don Héctor suspiró y su descanso duró bien poco, pues alguien asomó la cabeza por la ventanilla del Dr. Balam y ambos intercambiaron rápidas frases en maya. El Dr. Balam miró a don Héctor:

-Llegamos, aquí no nos encontrarán. Estamos justo a espaldas del centro ceremonial de Chichén Itzá. Vendrán más amigos, considérese a salvo.

Mareado, don Héctor bajó del auto, se sentó en un tronco caído y se puso el maletín en las piernas. Jadeaba, como si hubiera corrido en vez  de haber pasado casi 10 kilómetros sobre cuatro ruedas a más de 100 por hora. El corazón le palpitaba tan fuerte que sentía los latidos en el cuello.

-Mi sobrino… y esos hombres… -susurró don Héctor- no puedo creerlo…
-Había más personas tras el códice. Los detectamos en Mérida, pero eran tan peligrosos que no podíamos enfrentarlos abiertamente.

-Nunca me entero de nada –protestó don Héctor.
-De haber sabido lo que se tramaba, usted hubiera sacado el códice del cuarto de máquinas con protección extraordinaria. Sus enemigos no se habrían manifestado, pero continuarían atacándolo en la sombra. Por eso lo hicimos de este modo -el Dr. Balam se limpió la herida de la frente con un pañuelo. Le dolían los codazos que le propinara don Héctor, pero sonrió-, ¿ha oído del Caimán Cósmico?
-Folio 14 del códice… hábleme de él, así me relajaré.


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