viernes, 30 de noviembre de 2012

CAPITULO 14. COCODRILO VENADO ESTELAR


El nombre de la eternidad

Los funcionarios, los guardaespaldas, nada decían, estupefactos con las voces y los brillos. Las voces de los ancianos mayas, la del Dr. Balam, resonaron en la caverna, recordando a una sabia cultura que nada pedía a la griega, ni a la egipcia, y que las rebasaban en muchos aspectos, recordando el mensaje de los que habían sido sacerdotes, médicos, astrónomos, escritores de códices.

La sanadora leyó otro folio:

-¡Sois peregrinos, pero también lo son las estrellas. Sois caminantes, como el Sol. Y, como el Sol, ricos… La eternidad se llama instante. ¡El de ahora!

Don Héctor estaba feliz. Los sueños de su vida se cumplían. Estaba oyendo por fin lo que tanto tiempo había amado, primero como intuiciones, luego como certezas, y ahora como regalo.

El tornasol del agua del cenote, silenciosa, serena y multicolor, en capas de aguamarina y oro; escuchar la voz del códice, tanto tiempo dormida, ahora narrando sus historias de prodigios, arrancando ecos de silencios interiores, de voces cósmicas, en una profundidad que bien podía ser la del tiempo.

Se levantó y caminó lentamente por la caverna, escuchando a los lectores, como si recuperara el tiempo soleado de su infancia. No supo si fue la voz de Balam o el mensaje del códice; no supo si lo imaginaba o si lo veía, pero, ¿qué diferencia podía haber entre un mensaje del pasado y otro del presente, si ese mensaje tenía proyecciones eternas?

¿Eran las sombras? No: era la luz, que delineaba las sombras, lo que crecía ante sus ojos, y don Héctor vio saltar jaguares dorados, rayados de oscuro sobre el fondo verde de la selva húmeda de Yucatán; cocodrilos ágiles en la vera de ríos tumultuosos, glifos que se movían como vegetación que narrara leyendas; ceibas inmensas con ramas que se lanzaban  al cielo y se convertían en la luz de la Vía Láctea, en el Árbol de la Vida de los mayas… en sus astros vigilaban panteras de ojos brillantes en la espesura, y entre las estrellas se vislumbraban los remates de altas pirámides, doradas pirámides bajo un sol crepuscular, y con ellas se abrieron grandes ciudades populosas, de roca, en medio de la selva.

El Cocodrilo Venado Estelar no era un monstruo: montado en él -lo que era igual a decir, llevado por sus alas-, don Héctor sobrevoló antiguas ciudades que se elevaban entre esculturas y estelas de glifos, que recordaban las gestas de los dioses, de los príncipes y reyes, que contabilizaban un tiempo casi infinito en matemáticas perfectas; don Héctor quiso que todos lo vieran con él: recorrió calles abastecidas por acueductos, entre amplias avenidas llenas de gente, por encima de las naves que seguían costas donde se trabajaba en afanosos puertos; subió por largas escalinatas de templos donde se cantaba al origen del cosmos, y plazas en la luz de la tarde donde se relataban los ciclos del tiempo, en bailes con caracolas que dibujaban círculos bajo las constelaciones, narrando las leyendas de los cielos.

Escuchó tamboras y flautas, y su música se convirtió en un lenguaje de rostros, de formas animales, y se volvieron números en siluetas de líneas y puntos que avanzaron como si fueran los pliegos del códice, y ante sus ojos pasaron las divinidades mayas: Chaak, dios del agua; Ixchel, diosa de la fertilidad; K’inich Ajaw, dios solar; Nal, dios del maíz.

Don Héctor vio, en los altos observatorios bajo la Vía Láctea, astrónomos estudiando el cielo. En otros recintos, con olor a cera, vio a expertos pintores concentrados que mezclaban colores y dibujaban, escuchando el canto de las aves, entintando el papel de rojo carmesí, verde jade, narrando historias portentosas. Más allá, en otra de esas ciudades que puntuaban la selva a lo largo de miles de kilómetros, rodeados del humo de incienso, vio a los médicos, los Ah-Men, tomando el pulso de sus pacientes, siempre atentos, siempre dispuestos, siempre esforzados.

Vio a los Ah-Men, andando por bosques y selvas, reflexivos, recolectando plantas; escuchó los conjuros que acompañaban a la terapia.

Vio a estos hombres en la Escuela de Medicina de Izamal, en el colegio fundado por el mítico Zamná, en unión de Ixchel y Citbolontún. Los vio en recintos iluminados por antorchas, en la noche, estudiando códices multicolores, cuidados con celo durante años innumerables donde se describían enfermedades y su tratamiento; analizando las precisas descripciones de padecimientos y su sintomatología. De esta escuela salieron los primeros Ah-Men y sus sucesores; de ella también salían los dzac yahes, quienes conocían el uso de las plantas curativas, muchas de las cuales existen hoy en las farmacopeas internacionales.

Don Héctor los vio graduándose de médicos, en la ceremonia del mes Uo. Observó los rituales donde se consagraban sus instrumentos de trabajo, bajo la protección de Ixchel e Itzamná; ahí se consagraba su cristal de roca, el sastún, la piedra de luz, y la roca am.

Para los Ah-Men, en la salud influían los dioses para corregir o rectificar; pero el primer guardián de la salud era cada persona. La enfermedad se llamaba koch y ocurría por perder la armonía de la vida personal, de familia, en la comunidad. Para restablecer la salud recurría al trance místico,a dar baños con hierbas medicinales, a los masajes y a suministrar extractos de hierbas. El Ah-Men cuidaba la restitución del equilibrio y la sanación del cuerpo.

El sacerdote velaba por el cielo; el médico velaba por la tierra. Los Ah-Men velaban por el pixan, fuerza que determinaba la vida de cada persona, la partícula que le pertenecía en la vida física y más allá.

Don Héctor, invisible, caminó con ellos. El Ah-Men también realizaba rituales: daba nombre a los niños, basado en el calendario tzolkin, conducía los ritos de paso en la pubertad, las ceremonias civiles.

Los Ah-Men se presentaban pintados de azul en cara y cuerpo; eran protegidos por Ixchel y en el mes de septiembre por el dios Sol, mes donde se celebraba la fiesta de los médicos, así como celebraciones a Ixchel el día seis de septiembre y la Danza de la Luna.

Tenían por dioses protectores menores a los Bacabs, que sostenían al cosmos en los cuatro puntos cardinales; respetaban asimismo al dios Kaak o fuego, que enviaba enfermedades y protección contra las mismas.

¿Cuál era la música, qué sonidos brillaban en la selva? Don Héctor escuchó:  ocurría una epidemia y los mayas peregrinaban al santuario de Kinich Kakmo; la epidemia había cesado: se oían tambores y flautas, cantos con sonidos de cascadas y ríos que lavaban la luz de las estrellas. La música, el canto del agua, el reflejo de plata de los cenotes, se volvía una cascada que caía desde la cabeza de la diosa Ixchel.

En ese mismo cenote, silencioso por centurias, la ceiba no había callado como no lo haría nunca: se habían narrado leyendas y transmitido conocimiento, que pese al silencio del lugar, ahora eran conocidas por millones de personas. Vucub Caquix, el Caimán Cósmico, es derribado de su árbol por los Gemelos Héroes, Hunahpú e Xbalanqué, quienes preparan la llegada de la Humanidad: en el cielo Vucub, que es la Vía Láctea, gira en el cielo dando la impresión de que cae.

También las estrellas

La sanadora de Chichen Itzá se acercó a don Héctor junto con el Dr. Balam.

-Ella quiere darle las gracias, don Héctor.

-¿A mí? ¿Por qué? –susurró, sorprendido.

La sanadora tomó a don Héctor de las manos, y al hablar, el médico mayista tradujo sus palabras.

-Ella dice: has pasado muchos peligros para traer de vuelta a la luz, las palabras de nuestros mayores. Todo los que quieran guardar la memoria de lo valioso, han de ser como tú. Eres la Serpiente Relámpago, la que
vigila desde las raíces de la vida.

-Gracias –dijo don Hector, conmovido.

La aventura llegaba a su fin. Los descubrimientos, las carreras, las ganancias y las renuncias llegaban al término del camino. Don Héctor, sereno, pensó que el saldo era bueno. Un códice escondido durante cientos de años, preservado por un soldado o un fraile que, por un momento, vio la grandeza de lo que iba a ser destruido. ¡Si no puedes salvar a todos, por lo menos salva a uno!, debió pensar.

Y así permaneció en el cofre de una inmensa bóveda, el cuarto de máquinas, que era la suma del tiempo, como la danza de los Katunes. Y un día, por una sola persona, una sola que deseaba preservar el saber, don Héctor, otras habían llegado y llevado la empresa a buen fin.

Don Héctor caminó por la orilla del cenote, acompañado de la sanadora y del valiente Dr. Balam.

Allá, al fondo, la luz de las aguas se reflejaba en dorados y marinos en las paredes y el techo de roca viva. Dorados del Sol, cielos de azul maya.

El juego de las luces en la roca parecía formar niveles: los de las 13 regiones superiores, los Óoxlajuntik’uj, que eran las ramas de la Ceiba Cósmica; en el medio la Tierra, y abajo, las raíces del árbol en los nueve mundos inferiores.

El Sol brilla en las ramas del árbol, desciende y en las raíces se convierte en jaguar, para renacer al otro día en el disco solar.

-¿Qué piensa, don Héctor? –sonrió el Dr. Balam- ¿Cree que en el universo todo vive?

Don Héctor Medina los miró; los ojos le brillaban.

Estaba orgulloso de su herencia y de su historia; orgulloso de vivir en la tierra de los mayas. Convencido de la importancia de tener una identidad.

Convencido también de que la sabiduría no tiene dueños. Don Héctor pensó que la Historia no era recuerdos, tampoco grandes recuerdos, ni memorias magníficas; la Historia era vida presente porque no estaba formada solamente de gestas, como tampoco de vestigios, de fragmentos de piedra tallada, sino que éstos eran el inicio, la base del ver y del entender por qué hacemos como hacemos.

La Historia era la catapulta para entender nuestra actual forma de vivir, de ser y de comprender. Ver al pasado, andar en el presente y pensar en el futuro. Nadie tenía derecho de robar la memoria; era deber de todos preservarla. La voz del poeta, el canto de las ceibas, el arrullo de las madres, los ojos vueltos al infinito.

Al otro lado de la cueva se escuchaba la lectura que los ancianos mayas hacían del códice:

-Dadnos el don de marchar siempre por caminos abiertos y veredas sin emboscadas. Que estemos siempre tranquilos y en paz con los nuestros. Que pasemos una vida feliz. Dadnos, pues, una vida, una existencia al abrigo de todo reproche, ¡oh, Hurakán, oh, Surco del Relámpago, oh, Rayo que Golpea! ¡Oh, Chipi-Nanauac, Raxa-Nanauac, Voc, Hunahpú, Tepeu, Gucumatz! ¡Oh, tú que engendras y das el ser, Xpiyacoc, Xmucané, Abuela del Sol, Abuela de la Luz, haz que las semillas germinen y que se haga la luz!

-Sí, todos tenemos un lugar –susurró don Héctor, sonriendo-. También las estrellas.



 
 FIN



Comentario

“También las estrellas” es el título del segundo texto del Chilam Balam de Chumayel, y a éste pertenecen los párrafos que los personajes leen en el códice del relato. También son fragmentos del Memorial de Sololá y el Popol vuh. Los poemas del códice pertenecen a Los Cantares de Dzibalché. Los conjuros son del Ritual de los Bacabes.

Se presentan fragmentos de textos reales en vez de inventarlos, para invitar al lector a acercarse a la grandiosa cultura que inspira al relato. También, para medir el tamaño de la pérdida sufrida y para invitar al lector, muy sinceramente, a preservar lo que tenemos de una de las mayores civilizaciones que han existido: la maya.

Gracias a todos por seguir este relato. 

viernes, 23 de noviembre de 2012

CAPÍTULO 13. EL CAIMÁN CÓSMICO


Relatos de creadores

-Los mayas de la Península de Yucatán hablaban de un Diluvio ancestral –contó el Dr. Balam después de un respiro con alegría, al amparo de los árboles-. Ese diluvio fue provocado por Ajmuken Kab’, que en castellano significa: El que está enterrado bajo la Tierra, así como por B’olon ti’ K’uh, que son: Los nueve dioses.

“Una noche, los nueve dioses robaron el emblema de los trece dioses de los cielos. Tal acción provocó el Diluvio. La diosa Chaahk Chak Chel fue quien dejó caer las aguas. A este evento, los mayas lo llamaban Cielo Negro.

“La inundación fue provocada por un lagarto, el Caimán Cósmico, al cual se le cortó la cabeza y se le desmembró, dando origen al universo que conocemos.

“En el mito, la noche es la era previa al universo, donde nada estaba formado. El matrimonio cósmico significa la unión de las fuerzas naturales que dan origen a todos los seres. Narrado como un acto de muerte, decapitación y desmembramiento, el mito del Caimán expresa la multiplicidad del universo.

“El Caimán también es representado con estrellas y parte de venado, y se le llama Cocodrilo Venado Estelar, o Caimán de Espalda Pintada, el símbolo de la noche, un símbolo de renovación cósmica.”

-Todo lo que muere, renace –dijo don Héctor, ya más sereno.

-En efecto, la muerte es un proceso de generación de vida. Los Ah-Men conocían bien estos mitos, entre ellos el del Caimán o cocodrilo. Por eso en el códice aparece el conjuro médico:

¿Quiénes son los demás?
Habrá de decirse.
La primera iguana,
el primer cocodrilo,
el primero del diluvio,
la primera lagartijuela.

-El Cocodrilo Venado Estelar, la noche –reflexionó don Héctor-. Lo que muere, renace. Creo que eso es por lo que hemos transitado.
-¿Así piensa?

-De alguna manera –asintió, pasando las manos por el maletín que resguardaba el antiguo códice maya-. Esos mitos se pueden entender de muchas maneras. El códice pasó por su noche, una larga noche, silenciosa, olvidada, hasta que volvió a la luz, ahora… Yo, claro, una parte de mi noche era la ignorancia, en algún momento algo de codicia. No quería desprenderme de este documento maravilloso. Era un tesoro secreto, un asombro que sólo yo conocía. Muchas veces lo examiné a deshoras, con una alegría que tenía mucho de codicia. Después, los actos de mi sobrino fueron su noche. Pobre chico. Todo esto debió hacerlo por una necesidad de afecto, que no supe comprender.

-Y ahora…

-Ahora, al final de esa noche, el Cocodrilo es decapitado, es decir, un mundo muere y otro nace. El que conocíamos, muere. Ahora habrá más luz, otro mundo, al desentrañarse misterios del pasado. Siempre que hurtamos terreno a la ignorancia, tenemos motivos para estar felices, creo yo. Todos somos guiados por el Cocodrilo Venado Estelar.

El Dr. Balam lo observaba con atención. Sonreía como si viera por primera vez a don Héctor, o como si empezara a conocerlo. Asintió. Él también las había pasado difíciles, fingiendo con Jaime, el sobrino, y a la vez con don Héctor, con tal de mantenerlo a salvo. A él y al códice. No se hacía muchas cábalas. Había visto lo que debía hacer y actuado en consecuencia. Era bastante parecido en ese sentido a don Héctor.

Se escucharon pasos con rumbo al claro. Don Héctor y el Dr. Balam miraron allá.

Don Héctor se sorprendió al ver al Secretario de Salud acompañado de otro personaje en traje blanco que debía ser el antropólogo del INAH y varios mayas. Y alguien a la cabeza. Dos helicópteros pasaron sobre ellos.

-Esta persona es quien nos ha organizado a todos –dijo Balam-. Sabía que el códice estaba en poder de la familia de usted, don Héctor.

-¿Lo sabía?
-Los jefes mayas de la región lo han sabido desde el siglo XVI, cuando en la quema que hizo Diego de Landa, uno de los que alimentó la hoguera, quizá antepasado suyo, don Héctor, escondió un códice en lo que hoy es el cuarto de máquinas. Los mayas supieron que estaría a salvo ahí.
-Por eso esta persona es…

La serpiente relámpago

Rumbo al claro de los árboles, el Secretario de Salud se acercó a don Héctor y al Dr. Balam, en una comitiva; no muy lejos, los guardaespaldas vigilaban.

-Esa mujer que viene con ellos, es… -repitió don Héctor.
-Es la sanadora de Chichén Itzá –explicó el médico mayista-. Está en línea directa con los antiguos Ah-Men. Ella ha estado al tanto de lo que sucedía con el códice. Ella nos dirige y nos ha coordinado para cuidar al códice y a usted, don Héctor.

Con ella y el Secretario, venía al que identificaron como el enviado del INAH, más dos adustos ancianos mayas y el guardián del cuarto de máquinas.

Los funcionarios guardaron silencio ante un estupefacto don Héctor.

-Su sobrino me amenazó si no lo delataba a usted, jefe –explicó el guardia-, yo vine con la curandera, porque siempre ha atendido a mi familia; acudimos a buscar el consejo de ella.

-Y la curandera me contactó –remató el Dr. Balam- al entender que el sobrino de usted quería el códice. Ella me puso al tanto y me encargó la protección de usted, don Héctor. Fue una fortuna que el Secretario me incluyera en su equipo de asesores. Lo demás consistió en fingir y vigilar a los hombres que aparecieron. Nos sorprendieron y preocuparon. Ignoramos quiénes son, pero sabíamos que eran peligrosos. Siguieron a su sobrino todo el tiempo.
-Jaime… me preocupa… pese a todo me preocupa…

El Secretario terció, atento y solemne.

-Debe estar tranquilo por la salud de él; mis contactos informan que lo han llevado al hospital… en estado serio, pero estable; sin embargo, me apena recordarle que él deberá rendir cuentas. Pero sobre todo debo pedirle mil perdones por no haberle brindado apoyo policial. El curso de la epidemia tiene ocupadas a todas las fuerzas del Estado.

-Que así sea –suspiró don Héctor.

-En cuanto a los otros sujetos –continuó el Secretario-, tenemos la información de que pertenecen a un grupo que trafica con obras de arte. Detectaron los movimientos de su sobrino en Internet y después vinieron a vigilarlo. Se enteraron de todo. La División Informática de la Policía del Estado estaba por echarles el guante y en este momento tienen a todos, que estaban escondidos en Mérida. Debo decir que me asombra que una red ciudadana como la de la sanadora los haya neutralizado.

-Los que estamparon la camioneta contra la Hummer –añadió el Secretario, con admiración-, ¿están heridos? No tengo reporte de eso.

-No, señor Secretario –tradujo Balam luego de preguntar a la curandera-, gracias por su interés. Lanzaron la camioneta vacía. La tenían encendida y la soltaron contra la primera Hummer que se les acercó.

-¿Y la otra?
-Esa traté de mantenerla a la izquierda, para que se encontrara con cierto… obstáculo.

La Ah-Men dijo algo en maya que el Dr. Balam tradujo:

-Ella dice que lamenta mucho lo sucedido, don Héctor. Dice que lo respeta a usted y a su familia, y que espera que su sobrino recupere el equilibrio.
-Gracias –susurró, conmovido.
-También dice que lo sucedido con él, se debió a que él perdió el ritmo de su vida, y lo de hoy muestra que todo resulta mal, porque el corazón está mal; el fruto se pudre, porque el árbol se pudre; el alma se pierde en sus propias mentiras y se enamora de ellas; no distingue a amigos de
enemigos, y los grandes planes hechos sin equilibrio, se vienen abajo en un segundo.
-Entiendo que así fue.
-Hay algo más, don Héctor –aclaró, cortés, el Dr. Balam-, por eso están aquí el Secretario y el antropólogo del INAH.
-Mucho gusto, don Héctor… ¿podemos tener un primer vistazo del códice? –solicitó el antropólogo- La entrega formal se hará en otra parte. Además, el Secretario…

-No se preocupe –atajó don Héctor-, podemos entender que la entrega formal se hace en este momento. Después lo llevará usted y lo acompañaré para los trámites necesarios, no tengo idea de qué se necesite, pero lo haré con gusto.
Don Héctor colocó el portafolios en el suelo y todos se acuclillaron, expectantes, excepto la sanadora y los ancianos mayas. Los guardaespaldas miraban a su alrededor, alertas.

-¿En verdad está la fórmula? –preguntó el Secretario al Dr. Balam, en voz baja.

-En efecto –respondió Balam.
-¿De qué hablan? –preguntó don Héctor, abriendo los seguros del portafolios.

-El códice –sonrió Balam-, además de la información que contiene… también muestra un remedio para tratar la enfermedad que se ha hecho epidemia en el Estado. Lo vi anoche. La curandera me lo confirmó en la madrugada de hoy. Esta enfermedad es todo un suceso. Falta realizar los estudios finales, pero los informes del CDC de Atlanta sugieren que la epidemia se debe a la reactivación de un microorganismo que había permanecido en estado de suspensión desde antes de la Conquista. El códice habla del remedio contra la enfermedad. La sanadora lo ha empleado con los que sanaron, pero ella desconoce todos los componentes, por eso muchos tratamientos no han tenido éxito. Yo había tratado de deducirlos, pero me faltaba mucho. La curandera puede ayudar a descifrarlos, si le leo los nombres en el códice.

Don Héctor soltó un “¡oh!” que se perdió en el “¡oh!” del antropólogo y del Secretario de Salud, cuando se abrió el portafolio con protecciones interiores y apareció el códice: la portada con la imagen de Itzamná coloreada y rodeada de glifos; los folios color hueso, plegados, llenos de escritura que se remontaba al siglo IX.

-¡Esto es increíble! –opinó el antropólogo, fascinado- ¡Verdaderamente increíble…!
-Maravilloso –susurró el Secretario.

Don Héctor se desentendió un poco de lo siguiente: el Dr. Balam leía un folio del códice a la sanadora, éste traducía y el Secretario dictaba por el móvil, con prisa.

-Ésa es la fórmula –afirmó el Secretario por el teléfono, al final-. Ya sabe Ud. dónde va, qué les dice y lo que hay qué mover. Estaré ahí en un momento, así que preparémonos porque tenemos muchísimo trabajo.

El Dr. Balam se dirigió a don Héctor.
-La curandera dejará que el INAH resguarde el códice.
-¿Dejará? ¿Hubiera podido evitarlo? –le susurró don Héctor, para que nadie más lo oyera.
-Sí, podría haberse quedado con el códice hoy. En siglos pasados, sus ancestros pudieron haber ido a la hacienda y en la vieja armería que hoy es cuarto de máquinas, tomar el códice. De paso aniquilar a sus antepasados, don Héctor. Por ahí de 1700 y pico.
-¿Y… por qué no lo hicieron?
-Los mayas creen que todo tiene su ritmo. Recuperar el códice a destiempo habría terminado mal, con el códice quizá perdido para siempre. Esperaron hasta hoy. Yo no diría que estuvieron errados.
-Por lo que se ve, yo tampoco lo diría.
-Antes de que el códice se entregue al antropólogo, ella quiere llevarlo con sus antepasados. Ella pregunta si usted está de acuerdo.

-¿Me pregunta? –don Héctor puso cara de ingenuidad- Claro, sí.

El cenote secreto

La impresión de los que no eran mayas, fue tremenda. No muy profundamente en el bosque descendieron a un vasto cenote lleno de ecos, por una escalera de troncos de árbol que debería tener más de dos siglos de antigüedad.
-Estábamos tan cerca y no lo conocíamos –susurró el antropólogo, fascinado.

El antropólogo estaba atónito: no había referencias de ese cenote: un pozo profundo del que colgaba vegetación hacia un lago tocado por rayos del Sol, que hacían al agua centellear con tono de esmeraldas serenas.

-Conocemos todos los cenotes del área –susurró el enviado del INAH, despertando ecos en la caverna húmeda-, en la ciudad de Mérida están el Tívoli, el Tulipanes, el Huolpoch; también conocemos los que están alrededor de la capital, en la Reserva Ecológica Cuxtal: el Dzonot ich, el
Xlakaj, igualmente los otros en el Estado, pero éste… ¿cómo lo llaman?

-Kan –tradujo Balam, de uno de los ancianos-, voz maya que significa “serpiente”.

Incluso los guardaespaldas parecían haber olvidado su misión al observar el sitio: el brillo del agua, tapizado de oros, turquesas y aguamarinas; resplandecientes en su plasticidad sobrecogían con grandiosidad serena, a la vez, espaciosa y vivaz; sugería profundidades mayores, no en el exterior, sino en el interior, como una revelación o despertar, cuyas palabras estuvieran por ser escuchadas.

El antiguo mundo de los mayas.

Cerca del agua, se sentaron en semicírculo en torno de los ancianos y la curandera (“¿pero… ellos leen glifos?”, preguntó estupefacto el antropólogo.

“Ellos me enseñaron”, respondió el Dr. Balam, sonriendo, y se paró a un lado de los ancianos)… el médico mayista fue traduciendo las palabras de la Ah-Men a medida que ella leía el códice, rebotando en ecos desde el pasado, que sonaba a presente al arrancar del olvido, por primera ocasión después de siglos, las frases de los sabios mayas en aquel códice que revelaba sus secretos, como si las voces rescataran de la nada las infinitas lunas y los infinitos soles de lo que contenían los demás:

-¡Aquí escribiré unas cuantas historias de nuestros primeros padres y antecesores, los que engendraron a los hombres en la época antigua, antes que estos montes y valles se poblaran, cuando no había más que liebres y pájaros, según contaban; cuando nuestros padres y abuelos fueron a poblar los montes y valles!, ¡oh hijos míos! en Tulán.

El primer anciano tomó el códice y lo leyó, trayendo al cenote una voz que despertaba:

-Ya la aurora se aproxima. La obra está concluida. Así queda ennoblecido el apoyo, el mantenedor, el hijo de la luz, el hijo de la civilización. He ahí el nombre esclarecido, y honrada la humanidad sobre la faz de la Tierra, dijeron ellos. Vinieron, pues. Se reunieron en gran número. Juntaron sus sabios consejos en las tinieblas de la noche. Luego buscaron, y moviendo la cabeza, se consultaron, pensando.

Lo pasó al segundo anciano y éste leyó, recordando a los escribas mayas:

-Muchas veintenas de años anduvieron errantes, bajo los árboles, bajo la maleza, bajo los bejucos, hasta que llegaron al sitio. Tutul-Xiu dijo: “Aquí paramos. Que se llame esto Mayapán”. Y una vez más comenzaron su obra los fabricantes de prodigios, los autores de las más grandes maravillas. Más bella que la ciudad de la Vida Virgen tenía que ser. ¡Más bella! ¡Más bella! ¡Mayapán!

De vuelta al primer anciano, éste tomó el códice y leyó, con voz que resonó en el cenote:

-Fue entonces que el dios Chac escogió esta tierra para verter su llanto; y las piedras bebían sus lágrimas. Y los tontos, no viendo agua por ningún lado, decían: “Aquí no hay dios, aquí hay pura piedra”. Pero las lágrimas de un dios fertilizan hasta a las rocas, y una raza de hombres buenos lo comprendió así. Y se quedó allí, a construir su verdad. Esto yo no lo vi, ni mis abuelos, pero los abuelos de sus abuelos sí, y así fue que lo contaron. Esto era por el gran Katún. Después, infinitos escalones de tiempo y trece lunas más, llegó el día. Un día como otro cualquiera. Pero en él vino Mot-Mot, el pájaro de la cola en equilibrio, trayendo en las alas salud, y en el pico un pedernal afilado. Curandero y valiente, sangrador y bueno, el día se anunció. Un olor suavísimo y trascendente, un aroma a cosa perpetua, nos envolvió.

La curandera tomó de nuevo el códice y el Dr. Balam tradujo:

-¿Qué quién soy? No tengo nombre, soy el Sacerdote Jaguar. Esto es lo que puedo decir: reúne las piedras de la sabana y tráelas en una brazada contra tu pecho si eres hombre y jefe. Si eres noble, sabes de donde viene tu nobleza. Si eres de la raza de los Señores Príncipes de esta tierra, sabrás que las piedras son las codornices, que debes juntar y proteger.




viernes, 16 de noviembre de 2012

CAPÍTULO 12. ANTES DE LAS LEYENDAS



Revelaciones

Conducida por Balam, la camioneta de don Héctor corría a más de 130 por hora. Una Hummer lo  seguía por la izquierda, otra por detrás. Un tercer vehículo acababa de salir despedido por el camino. No había entendido nada de lo que se dijera por el altavoz.

El Dr. Balam dio otro golpe en el cofre a la Hummer que intentaba igualarlos, lo que sirvió para no ser rebasados y ganar metros. A más de 140 por hora, los tumbos daban la impresión de que la camioneta levantaría vuelo en cualquier momento.

-¡Con la curandera! –repitió el Dr. Balam, despeinado por el golpe del aire- ¡Le digo que debemos llegar con la curandera!

Invítenme a su fiesta, pensó don Héctor con el alma en un hilo. Con la caja del códice en los pies –la única razón por la que aquellos hombres no les disparaban, dedujo-, se quitó un trozo de parabrisas del saco. El aire golpeaba a Balam inclinado en el volante, viendo alternadamente por los espejos y al frente. ¿Qué es todo esto?, se dijo don Héctor. Yo estaba leyendo sobre los calendarios mayas y ¿ahora qué?

-¡Éstos no son hombres de su sobrino! –gritó el Dr. Balam, tratando de controlar el volante- ¡Él iba a detenerlo pasada la intersección de allá atrás! ¡Éstos son más peligrosos!

Don Héctor asomó los ojos por el borde de su asiento. Los sujetos en las camionetas, de chamarras negras, portaban armas. Nada más no disparan para no destruir el códice si volcamos, se repitió, tirante hasta las mandíbulas. Aun así se le escapó una pregunta:

-¿Mi sobrino? –se oyó gritando sin querer- ¿Él sabe del códice?
-Lo supo hace mucho, ha esperado para robárselo, tiene cómplices. ¡Sujétese!

Don Héctor se sostuvo de donde pudo. Otro motor rugió y con perfecta sorpresa, una camioneta vacía con jaula para cerdos brotó de una parte oculta en la vegetación, describiendo un amplio arco y estrellándose brutalmente contra un costado de la Hummer que iba atrás. El metal reventado crujió aparatosamente, los vidrios saltaron en todas direcciones y un sujeto con arneses voló como títere sin cuerdas mientras los otros rebotaban dentro de la cabina de la Hummer.

-¡Por el padre santo…! –gritó don Héctor, tomándose la calva.
-Nos los quitaron de encima, pero sigue esta otra camioneta –gritó el médico, refiriéndose a la de la izquierda.

-¿Quiere decirme su papel en esto? –tronó don Héctor, abrochándose el cinto de seguridad.

Las palabras del Dr. Balam, aunque decían una verdad notoria, aliviaron al empresario:

-Yo estoy con usted, don Héctor, desde el principio –respondió Balam, recuperando su sonrisa misteriosa, con la herida en la ceja-. La camioneta que golpeó a la Hummer es de gente que nos apoya. Con sujetos como los que nos siguen, no nos queda opción… debemos salir del camino en 500 metros. ¡Pase lo que pase, usted debe llevar el códice!

La autopista quedaba atrás a velocidad de vértigo. Alguien en la Hummer de la izquierda atornillaba algo a lo que parecía el cañón de un arma larga. Esto también es un final del mundo, pensó don Héctor, a quien la cabeza le daba vueltas. El final de su mundo particular. El final del mundo de su sobrino. Si el códice se salvaba era el final del mundo para quienes los perseguían. La quema de los códices mayas en 1562 fue el término de un mundo. La supervivencia del conocimiento pese a la hoguera, había sido un final del mundo oscurantista.

Nadie vio bien cómo, pero la Hummer de golpe saltó, perdió estabilidad y salió por los aires girando como peonza y estrellándose metros más allá.

-Eso también salió bien -susurró Balam, aliviado.

Rumbo a la luz

Conduciendo, el Dr. Balam abandonó la carretera internándose en una zona de maleza a 140 por hora, apartando ramas y hojas como un machete gigantesco.

Don Héctor seguía agarrado a veinte uñas dentro el vehículo saltando casi sin control. Cualquier golpe los haría volar y hacerse pedazos, pero Balam parecía conocer el terreno.

El vehículo disminuyó la velocidad, hasta detenerse en un claro.

Don Héctor suspiró y su descanso duró bien poco, pues alguien asomó la cabeza por la ventanilla del Dr. Balam y ambos intercambiaron rápidas frases en maya. El Dr. Balam miró a don Héctor:

-Llegamos, aquí no nos encontrarán. Estamos justo a espaldas del centro ceremonial de Chichén Itzá. Vendrán más amigos, considérese a salvo.

Mareado, don Héctor bajó del auto, se sentó en un tronco caído y se puso el maletín en las piernas. Jadeaba, como si hubiera corrido en vez  de haber pasado casi 10 kilómetros sobre cuatro ruedas a más de 100 por hora. El corazón le palpitaba tan fuerte que sentía los latidos en el cuello.

-Mi sobrino… y esos hombres… -susurró don Héctor- no puedo creerlo…
-Había más personas tras el códice. Los detectamos en Mérida, pero eran tan peligrosos que no podíamos enfrentarlos abiertamente.

-Nunca me entero de nada –protestó don Héctor.
-De haber sabido lo que se tramaba, usted hubiera sacado el códice del cuarto de máquinas con protección extraordinaria. Sus enemigos no se habrían manifestado, pero continuarían atacándolo en la sombra. Por eso lo hicimos de este modo -el Dr. Balam se limpió la herida de la frente con un pañuelo. Le dolían los codazos que le propinara don Héctor, pero sonrió-, ¿ha oído del Caimán Cósmico?
-Folio 14 del códice… hábleme de él, así me relajaré.