viernes, 23 de noviembre de 2012

CAPÍTULO 13. EL CAIMÁN CÓSMICO


Relatos de creadores

-Los mayas de la Península de Yucatán hablaban de un Diluvio ancestral –contó el Dr. Balam después de un respiro con alegría, al amparo de los árboles-. Ese diluvio fue provocado por Ajmuken Kab’, que en castellano significa: El que está enterrado bajo la Tierra, así como por B’olon ti’ K’uh, que son: Los nueve dioses.

“Una noche, los nueve dioses robaron el emblema de los trece dioses de los cielos. Tal acción provocó el Diluvio. La diosa Chaahk Chak Chel fue quien dejó caer las aguas. A este evento, los mayas lo llamaban Cielo Negro.

“La inundación fue provocada por un lagarto, el Caimán Cósmico, al cual se le cortó la cabeza y se le desmembró, dando origen al universo que conocemos.

“En el mito, la noche es la era previa al universo, donde nada estaba formado. El matrimonio cósmico significa la unión de las fuerzas naturales que dan origen a todos los seres. Narrado como un acto de muerte, decapitación y desmembramiento, el mito del Caimán expresa la multiplicidad del universo.

“El Caimán también es representado con estrellas y parte de venado, y se le llama Cocodrilo Venado Estelar, o Caimán de Espalda Pintada, el símbolo de la noche, un símbolo de renovación cósmica.”

-Todo lo que muere, renace –dijo don Héctor, ya más sereno.

-En efecto, la muerte es un proceso de generación de vida. Los Ah-Men conocían bien estos mitos, entre ellos el del Caimán o cocodrilo. Por eso en el códice aparece el conjuro médico:

¿Quiénes son los demás?
Habrá de decirse.
La primera iguana,
el primer cocodrilo,
el primero del diluvio,
la primera lagartijuela.

-El Cocodrilo Venado Estelar, la noche –reflexionó don Héctor-. Lo que muere, renace. Creo que eso es por lo que hemos transitado.
-¿Así piensa?

-De alguna manera –asintió, pasando las manos por el maletín que resguardaba el antiguo códice maya-. Esos mitos se pueden entender de muchas maneras. El códice pasó por su noche, una larga noche, silenciosa, olvidada, hasta que volvió a la luz, ahora… Yo, claro, una parte de mi noche era la ignorancia, en algún momento algo de codicia. No quería desprenderme de este documento maravilloso. Era un tesoro secreto, un asombro que sólo yo conocía. Muchas veces lo examiné a deshoras, con una alegría que tenía mucho de codicia. Después, los actos de mi sobrino fueron su noche. Pobre chico. Todo esto debió hacerlo por una necesidad de afecto, que no supe comprender.

-Y ahora…

-Ahora, al final de esa noche, el Cocodrilo es decapitado, es decir, un mundo muere y otro nace. El que conocíamos, muere. Ahora habrá más luz, otro mundo, al desentrañarse misterios del pasado. Siempre que hurtamos terreno a la ignorancia, tenemos motivos para estar felices, creo yo. Todos somos guiados por el Cocodrilo Venado Estelar.

El Dr. Balam lo observaba con atención. Sonreía como si viera por primera vez a don Héctor, o como si empezara a conocerlo. Asintió. Él también las había pasado difíciles, fingiendo con Jaime, el sobrino, y a la vez con don Héctor, con tal de mantenerlo a salvo. A él y al códice. No se hacía muchas cábalas. Había visto lo que debía hacer y actuado en consecuencia. Era bastante parecido en ese sentido a don Héctor.

Se escucharon pasos con rumbo al claro. Don Héctor y el Dr. Balam miraron allá.

Don Héctor se sorprendió al ver al Secretario de Salud acompañado de otro personaje en traje blanco que debía ser el antropólogo del INAH y varios mayas. Y alguien a la cabeza. Dos helicópteros pasaron sobre ellos.

-Esta persona es quien nos ha organizado a todos –dijo Balam-. Sabía que el códice estaba en poder de la familia de usted, don Héctor.

-¿Lo sabía?
-Los jefes mayas de la región lo han sabido desde el siglo XVI, cuando en la quema que hizo Diego de Landa, uno de los que alimentó la hoguera, quizá antepasado suyo, don Héctor, escondió un códice en lo que hoy es el cuarto de máquinas. Los mayas supieron que estaría a salvo ahí.
-Por eso esta persona es…

La serpiente relámpago

Rumbo al claro de los árboles, el Secretario de Salud se acercó a don Héctor y al Dr. Balam, en una comitiva; no muy lejos, los guardaespaldas vigilaban.

-Esa mujer que viene con ellos, es… -repitió don Héctor.
-Es la sanadora de Chichén Itzá –explicó el médico mayista-. Está en línea directa con los antiguos Ah-Men. Ella ha estado al tanto de lo que sucedía con el códice. Ella nos dirige y nos ha coordinado para cuidar al códice y a usted, don Héctor.

Con ella y el Secretario, venía al que identificaron como el enviado del INAH, más dos adustos ancianos mayas y el guardián del cuarto de máquinas.

Los funcionarios guardaron silencio ante un estupefacto don Héctor.

-Su sobrino me amenazó si no lo delataba a usted, jefe –explicó el guardia-, yo vine con la curandera, porque siempre ha atendido a mi familia; acudimos a buscar el consejo de ella.

-Y la curandera me contactó –remató el Dr. Balam- al entender que el sobrino de usted quería el códice. Ella me puso al tanto y me encargó la protección de usted, don Héctor. Fue una fortuna que el Secretario me incluyera en su equipo de asesores. Lo demás consistió en fingir y vigilar a los hombres que aparecieron. Nos sorprendieron y preocuparon. Ignoramos quiénes son, pero sabíamos que eran peligrosos. Siguieron a su sobrino todo el tiempo.
-Jaime… me preocupa… pese a todo me preocupa…

El Secretario terció, atento y solemne.

-Debe estar tranquilo por la salud de él; mis contactos informan que lo han llevado al hospital… en estado serio, pero estable; sin embargo, me apena recordarle que él deberá rendir cuentas. Pero sobre todo debo pedirle mil perdones por no haberle brindado apoyo policial. El curso de la epidemia tiene ocupadas a todas las fuerzas del Estado.

-Que así sea –suspiró don Héctor.

-En cuanto a los otros sujetos –continuó el Secretario-, tenemos la información de que pertenecen a un grupo que trafica con obras de arte. Detectaron los movimientos de su sobrino en Internet y después vinieron a vigilarlo. Se enteraron de todo. La División Informática de la Policía del Estado estaba por echarles el guante y en este momento tienen a todos, que estaban escondidos en Mérida. Debo decir que me asombra que una red ciudadana como la de la sanadora los haya neutralizado.

-Los que estamparon la camioneta contra la Hummer –añadió el Secretario, con admiración-, ¿están heridos? No tengo reporte de eso.

-No, señor Secretario –tradujo Balam luego de preguntar a la curandera-, gracias por su interés. Lanzaron la camioneta vacía. La tenían encendida y la soltaron contra la primera Hummer que se les acercó.

-¿Y la otra?
-Esa traté de mantenerla a la izquierda, para que se encontrara con cierto… obstáculo.

La Ah-Men dijo algo en maya que el Dr. Balam tradujo:

-Ella dice que lamenta mucho lo sucedido, don Héctor. Dice que lo respeta a usted y a su familia, y que espera que su sobrino recupere el equilibrio.
-Gracias –susurró, conmovido.
-También dice que lo sucedido con él, se debió a que él perdió el ritmo de su vida, y lo de hoy muestra que todo resulta mal, porque el corazón está mal; el fruto se pudre, porque el árbol se pudre; el alma se pierde en sus propias mentiras y se enamora de ellas; no distingue a amigos de
enemigos, y los grandes planes hechos sin equilibrio, se vienen abajo en un segundo.
-Entiendo que así fue.
-Hay algo más, don Héctor –aclaró, cortés, el Dr. Balam-, por eso están aquí el Secretario y el antropólogo del INAH.
-Mucho gusto, don Héctor… ¿podemos tener un primer vistazo del códice? –solicitó el antropólogo- La entrega formal se hará en otra parte. Además, el Secretario…

-No se preocupe –atajó don Héctor-, podemos entender que la entrega formal se hace en este momento. Después lo llevará usted y lo acompañaré para los trámites necesarios, no tengo idea de qué se necesite, pero lo haré con gusto.
Don Héctor colocó el portafolios en el suelo y todos se acuclillaron, expectantes, excepto la sanadora y los ancianos mayas. Los guardaespaldas miraban a su alrededor, alertas.

-¿En verdad está la fórmula? –preguntó el Secretario al Dr. Balam, en voz baja.

-En efecto –respondió Balam.
-¿De qué hablan? –preguntó don Héctor, abriendo los seguros del portafolios.

-El códice –sonrió Balam-, además de la información que contiene… también muestra un remedio para tratar la enfermedad que se ha hecho epidemia en el Estado. Lo vi anoche. La curandera me lo confirmó en la madrugada de hoy. Esta enfermedad es todo un suceso. Falta realizar los estudios finales, pero los informes del CDC de Atlanta sugieren que la epidemia se debe a la reactivación de un microorganismo que había permanecido en estado de suspensión desde antes de la Conquista. El códice habla del remedio contra la enfermedad. La sanadora lo ha empleado con los que sanaron, pero ella desconoce todos los componentes, por eso muchos tratamientos no han tenido éxito. Yo había tratado de deducirlos, pero me faltaba mucho. La curandera puede ayudar a descifrarlos, si le leo los nombres en el códice.

Don Héctor soltó un “¡oh!” que se perdió en el “¡oh!” del antropólogo y del Secretario de Salud, cuando se abrió el portafolio con protecciones interiores y apareció el códice: la portada con la imagen de Itzamná coloreada y rodeada de glifos; los folios color hueso, plegados, llenos de escritura que se remontaba al siglo IX.

-¡Esto es increíble! –opinó el antropólogo, fascinado- ¡Verdaderamente increíble…!
-Maravilloso –susurró el Secretario.

Don Héctor se desentendió un poco de lo siguiente: el Dr. Balam leía un folio del códice a la sanadora, éste traducía y el Secretario dictaba por el móvil, con prisa.

-Ésa es la fórmula –afirmó el Secretario por el teléfono, al final-. Ya sabe Ud. dónde va, qué les dice y lo que hay qué mover. Estaré ahí en un momento, así que preparémonos porque tenemos muchísimo trabajo.

El Dr. Balam se dirigió a don Héctor.
-La curandera dejará que el INAH resguarde el códice.
-¿Dejará? ¿Hubiera podido evitarlo? –le susurró don Héctor, para que nadie más lo oyera.
-Sí, podría haberse quedado con el códice hoy. En siglos pasados, sus ancestros pudieron haber ido a la hacienda y en la vieja armería que hoy es cuarto de máquinas, tomar el códice. De paso aniquilar a sus antepasados, don Héctor. Por ahí de 1700 y pico.
-¿Y… por qué no lo hicieron?
-Los mayas creen que todo tiene su ritmo. Recuperar el códice a destiempo habría terminado mal, con el códice quizá perdido para siempre. Esperaron hasta hoy. Yo no diría que estuvieron errados.
-Por lo que se ve, yo tampoco lo diría.
-Antes de que el códice se entregue al antropólogo, ella quiere llevarlo con sus antepasados. Ella pregunta si usted está de acuerdo.

-¿Me pregunta? –don Héctor puso cara de ingenuidad- Claro, sí.

El cenote secreto

La impresión de los que no eran mayas, fue tremenda. No muy profundamente en el bosque descendieron a un vasto cenote lleno de ecos, por una escalera de troncos de árbol que debería tener más de dos siglos de antigüedad.
-Estábamos tan cerca y no lo conocíamos –susurró el antropólogo, fascinado.

El antropólogo estaba atónito: no había referencias de ese cenote: un pozo profundo del que colgaba vegetación hacia un lago tocado por rayos del Sol, que hacían al agua centellear con tono de esmeraldas serenas.

-Conocemos todos los cenotes del área –susurró el enviado del INAH, despertando ecos en la caverna húmeda-, en la ciudad de Mérida están el Tívoli, el Tulipanes, el Huolpoch; también conocemos los que están alrededor de la capital, en la Reserva Ecológica Cuxtal: el Dzonot ich, el
Xlakaj, igualmente los otros en el Estado, pero éste… ¿cómo lo llaman?

-Kan –tradujo Balam, de uno de los ancianos-, voz maya que significa “serpiente”.

Incluso los guardaespaldas parecían haber olvidado su misión al observar el sitio: el brillo del agua, tapizado de oros, turquesas y aguamarinas; resplandecientes en su plasticidad sobrecogían con grandiosidad serena, a la vez, espaciosa y vivaz; sugería profundidades mayores, no en el exterior, sino en el interior, como una revelación o despertar, cuyas palabras estuvieran por ser escuchadas.

El antiguo mundo de los mayas.

Cerca del agua, se sentaron en semicírculo en torno de los ancianos y la curandera (“¿pero… ellos leen glifos?”, preguntó estupefacto el antropólogo.

“Ellos me enseñaron”, respondió el Dr. Balam, sonriendo, y se paró a un lado de los ancianos)… el médico mayista fue traduciendo las palabras de la Ah-Men a medida que ella leía el códice, rebotando en ecos desde el pasado, que sonaba a presente al arrancar del olvido, por primera ocasión después de siglos, las frases de los sabios mayas en aquel códice que revelaba sus secretos, como si las voces rescataran de la nada las infinitas lunas y los infinitos soles de lo que contenían los demás:

-¡Aquí escribiré unas cuantas historias de nuestros primeros padres y antecesores, los que engendraron a los hombres en la época antigua, antes que estos montes y valles se poblaran, cuando no había más que liebres y pájaros, según contaban; cuando nuestros padres y abuelos fueron a poblar los montes y valles!, ¡oh hijos míos! en Tulán.

El primer anciano tomó el códice y lo leyó, trayendo al cenote una voz que despertaba:

-Ya la aurora se aproxima. La obra está concluida. Así queda ennoblecido el apoyo, el mantenedor, el hijo de la luz, el hijo de la civilización. He ahí el nombre esclarecido, y honrada la humanidad sobre la faz de la Tierra, dijeron ellos. Vinieron, pues. Se reunieron en gran número. Juntaron sus sabios consejos en las tinieblas de la noche. Luego buscaron, y moviendo la cabeza, se consultaron, pensando.

Lo pasó al segundo anciano y éste leyó, recordando a los escribas mayas:

-Muchas veintenas de años anduvieron errantes, bajo los árboles, bajo la maleza, bajo los bejucos, hasta que llegaron al sitio. Tutul-Xiu dijo: “Aquí paramos. Que se llame esto Mayapán”. Y una vez más comenzaron su obra los fabricantes de prodigios, los autores de las más grandes maravillas. Más bella que la ciudad de la Vida Virgen tenía que ser. ¡Más bella! ¡Más bella! ¡Mayapán!

De vuelta al primer anciano, éste tomó el códice y leyó, con voz que resonó en el cenote:

-Fue entonces que el dios Chac escogió esta tierra para verter su llanto; y las piedras bebían sus lágrimas. Y los tontos, no viendo agua por ningún lado, decían: “Aquí no hay dios, aquí hay pura piedra”. Pero las lágrimas de un dios fertilizan hasta a las rocas, y una raza de hombres buenos lo comprendió así. Y se quedó allí, a construir su verdad. Esto yo no lo vi, ni mis abuelos, pero los abuelos de sus abuelos sí, y así fue que lo contaron. Esto era por el gran Katún. Después, infinitos escalones de tiempo y trece lunas más, llegó el día. Un día como otro cualquiera. Pero en él vino Mot-Mot, el pájaro de la cola en equilibrio, trayendo en las alas salud, y en el pico un pedernal afilado. Curandero y valiente, sangrador y bueno, el día se anunció. Un olor suavísimo y trascendente, un aroma a cosa perpetua, nos envolvió.

La curandera tomó de nuevo el códice y el Dr. Balam tradujo:

-¿Qué quién soy? No tengo nombre, soy el Sacerdote Jaguar. Esto es lo que puedo decir: reúne las piedras de la sabana y tráelas en una brazada contra tu pecho si eres hombre y jefe. Si eres noble, sabes de donde viene tu nobleza. Si eres de la raza de los Señores Príncipes de esta tierra, sabrás que las piedras son las codornices, que debes juntar y proteger.




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