Un canto
Era de madrugada.
Escuchando a lo lejos el ulular de las sirenas de ambulancias que cruzaban la
autopista, don Héctor fue a una habitación anexa provista con equipo de cómputo
y copiado.
Tenía qué salvar el
códice. Debía asegurarse de que si enfermaba de aquel mal que había brotado tan
de golpe, el códice llegara a las manos indicadas.
Desde su juventud
había imaginado que en la habitación donde estaba, los primeros hacendados de
su familia habían guardado armaduras y espadas; ese pasado siempre le era más
interesante, frente a los equipos modernos y ultrarrápidos. Éste era un mundo
menos vivo para él, pero le serviría para dar a conocer lo que estuvo escondido
durante siglos.
Don Héctor sabía que
sólo tres códices habían sobrevivido al holocausto ordenado por Diego de Landa
en el siglo XVI: el Códice Tro-Cortesiano, el Códice de Dresde y el Códice
Peresiano. El cuarto, llamado Fragmento de Grolier, seguramente era falso.
Ahora había otro, el que tenía él, Héctor Medina, un códice salvado de las
llamas, resguardado de un modo ahora perdido en las brumas de tiempo; un
milagro ocurrido sin fe.
Tomó una de las
fotografías que sus técnicos obtuvieran del códice, y la envió por fax al
contacto del INAH. Sabía que, al ver el fax, a aquel experto se le haría poco
para llegar a Yucatán. Añadió una nota:
Estimado Sr.
antropólogo: la traducción que mis asesores han hecho del presente folio, el 34, lo
añado debajo. Es una forma de poesía o
de cantar, sin título, como aparece en las
secciones de la imagen:
Pues si
hay alegría
entre los
animales,
¿por qué
no se alegran
nuestros
corazones?
Si así son
ellos al amanecer:
¡bellísimos!
¡Sólo
cantos, sólo juegos
pasan por
sus pensamientos!
El día se
hace fiesta
para los
pobladores.
Va a
surgir
la luz del
sol
en el
horizonte.
La Bella
Estrella
refulgente
encima
de los
bosques “humea”,
evanescente
viene a
morir la Luna
sobre el
verdor de los bosques.
El incesante Tiempo
Cerca del mediodía,
don Héctor durmió un rato y se bañó en una oficina moderna, adyacente al cuarto
de máquinas. Previsor, tenía ropa en un armario.
Se ajustó la corbata
teniendo en mente reanudar la lectura, interrumpida al iniciar el tema de la
Cuenta Larga, mencionada en el códice.
Preparándose para
salir, leyó:
“El códice nos
recuerda (f. 44) que los mayas se consideraban habitantes del Árbol de la Vida,
que es la Vía Láctea. Esta relación con el mundo celeste condujo a que los
mayas contabilizaran el tiempo de acuerdo con el movimiento de los planetas,
donde Venus posee un lugar destacado, así como los ciclos de la Luna y del Sol.
“La idea de ciclo,
de periodicidad, es la base de su cuenta del tiempo.
“Existe, por una
parte, la Cuenta Corta, que nace de combinar un ciclo tzolkin (tzol = orden,
kin = días) o calendario cotidiano, con el ciclo venusino de 584 días. En estas
contabilizaciones el número 13 es capital, relacionado con la Proporción Áurea,
que determina la geometría de la naturaleza y del cuerpo humano.
“El otro calendario
es la Cuenta Larga, grabada en la Estela de La Mojarra, en Veracruz,
relacionada con diferentes ciclos astronómicos; por ejemplo, anticipa la
precesión de los equinoccios. Dicha precesión es la rotación del Polo Norte de
la Tierra, que realiza un giro completo sobre su eje en un lapso de 25,695
años.
“Los mayas sabían
que esa modificación del eje de nuestro planeta hace que el Polo Norte, como la
aguja de un reloj, recorra las Doce Constelaciones. Dentro de ese movimiento,
dos veces al año, los dos polos terrestres se encuentran a igual distancia del
Sol, momentos llamados equinoccios. Equinoccio significa “noche igual” y en
ellos, la luz del astro cae en igual proporción sobre toda la Tierra. La Cuenta
Larga permite
predecir esto.
“La Cuenta Larga
inició el 11 de agosto del 3114 a.C., su 4 Ahay 8 Cumku, referido como El
nacimiento de Venus. La Cuenta completa dura 5,125.366 años -una quinta parte
del total del ciclo de las precesiones-, y termina el 12 de diciembre de 2012,
en el Baktún 13.
“La Cuenta Larga es
un conteo del tiempo a escala astronómica que, al finalizar, inicia de nuevo,
porque es un calendario. No existe una referencia maya a un Final del Mundo,
sino al término de un ciclo, donde la precesión de los equinoccios arranca a
otro ciclo de 5 mil años.
“¿Profecías
relacionadas? ¿Dónde están los textos mayas en que aparecen esas profecías?
“No existe un solo
escrito maya que hable de “profecías apocalípticas”.
“Están en piedra,
nos dicen. Bien, asentimos. ¿En qué vestigios? ¿Cuáles glifos hacen referencia
al “derretimiento de los polos”, al “rayo sincronizador que viene del centro de
la galaxia”? ¿Qué glifo maya representa electricidad, palabra que aparece en
las supuestas profecías?”
Don Héctor consultó
su reloj. Casi era la hora de su encuentro con el antropólogo del INAH.
Continuó:
“Las profecías no
están en piedra, dicen otros, sino en papel. Veamos: Diego de Landa en 1562
hizo quemar un millón quinientos mil documentos mayas. De ese holocausto se
salvaron tres códices y sobreviven escritos: el Popol Vuh, los Chilam Balam y
el Memorial de Sololá. El Rabinal Achí es una transcripción posterior, así como
Los Cantares de Dzibalché. En ninguno se dice nada al respecto.
“Se nos dice que
están en el Chilam Balam. ¡Bueno, respondemos! ¿En cuál de los nueve? Luego de
dudar, dicen que en el Chilam Balam de Chumayel. Al revisar ese documento no
aparece nada que se pueda interpretar como tales profecías, nada.
“Como último
recurso, nos dicen que estas profecías vienen de antiguas enseñanzas. ¡Perfecto!
¿Dónde se conservaron esas tradiciones? ¿En la zona de Chichén Itzá, en Tikal,
en Copán, Tulúm, Uxmal, Kabah? ¿Se ha escuchado al sabio maya que las recita
ahora? ¿O decir “antiguas enseñanzas” es una forma de asegurar que nadie pueda
comprobar nada?
“¿En qué parte
exacta de códices y textos se encuentran las profecías? En ninguna parte.
“El mundo no
terminará en 2012. Nuestro sentido del misterio no merece mentiras.”
Don Héctor vio su
reloj. Era hora de llevarse el códice.
Ignoraba que su
sobrino lo esperaba afuera.
Preparados para la
acción
Repasando lo que
acababa de leer, don Héctor en su vehículo condujo por la carretera cruzando
con algunos autos apresurados. Otros, vacíos, estaban a la orilla, como si se
hubieran descompuesto la noche anterior.
La calma era
extraña. Había menos autos que en días normales. Anoche el ruido del tráfico
oído desde la vieja hacienda era intenso: bocinazos y sirenas ininterrumpidas
hasta las 6 de la mañana.
Encendió la radio
para escuchar noticias de la epidemia. Se le dificultó encontrar una estación
que no transmitiera música. Cuando halló una, el locutor dijo que continuaban
reportándose casos sin que el contagio pareciera amainar.
Pasó una mano por el
portafolios, especialmente construido, donde iba el códice en condiciones
especiales. Don Héctor había pactado con el enviado del INAH, para verlo a la
altura de Chichén Itzá y de ahí dirigirse a otro punto. Con todo el desajuste
de las últimas horas, don Héctor no había podido solicitar acompañamiento
policial. En las oficinas del gobernador nadie respondía, ni en la Policía
Municipal, ni en la PGE.
También había
quedado de verse con el Dr. Balam, ya que éste telefoneó a don Héctor
ofreciéndose a acompañarlo. El empresario aceptó de buena gana, citándolo en la
bifurcación de un camino reciente con forma de Y griega. Irían por la
desviación izquierda hasta Chichén Itzá.
Bastante antes de la
bifurcación, a un lado del camino reconoció al Dr. Balam, quien le hacía señas
con los brazos. Don Héctor se detuvo y el médico abordó, amable como siempre.
Para aligerar el
momento conversaron de cualquier tema. La caja iba entre ambos. La bifurcación
de la Y griega apareció a unos metros.
Más adelante, sin
que don Héctor lo supiera, su sobrino aguardaba, prevenido por el Dr. Balam.
En el vértice de la
bifurcación, sin perder la sonrisa, el Dr. Balam sujetó el volante con ambas manos, ante la sorprendida
resistencia de don Héctor.
-¡Espere…! –vociferó
éste- ¿Qué sucede…?
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