El nombre de la eternidad
Los
funcionarios, los guardaespaldas, nada decían, estupefactos con las voces y los
brillos. Las voces de los ancianos mayas, la del Dr. Balam, resonaron en la
caverna, recordando a una sabia cultura que nada pedía a la griega, ni a la
egipcia, y que las rebasaban en muchos aspectos, recordando el mensaje de los
que habían sido sacerdotes, médicos, astrónomos, escritores de códices.
La
sanadora leyó otro folio:
-¡Sois peregrinos, pero también lo son las estrellas. Sois
caminantes, como el Sol. Y, como el Sol, ricos… La eternidad se llama instante.
¡El de ahora!
Don
Héctor estaba feliz. Los sueños de su vida se cumplían. Estaba oyendo por fin
lo que tanto tiempo había amado, primero como intuiciones, luego como certezas,
y ahora como regalo.
El
tornasol del agua del cenote, silenciosa, serena y multicolor, en capas de
aguamarina y oro; escuchar la voz del códice, tanto tiempo dormida, ahora narrando
sus historias de prodigios, arrancando ecos de silencios interiores, de voces
cósmicas, en una profundidad que bien podía ser la del tiempo.
Se
levantó y caminó lentamente por la caverna, escuchando a los lectores, como si
recuperara el tiempo soleado de su infancia. No supo si fue la voz de Balam o
el mensaje del códice; no supo si lo imaginaba o si lo veía, pero, ¿qué
diferencia podía haber entre un mensaje del pasado y otro del presente, si ese
mensaje tenía proyecciones eternas?
¿Eran
las sombras? No: era la luz, que delineaba las sombras, lo que crecía ante sus
ojos, y don Héctor vio saltar jaguares dorados, rayados de oscuro sobre el
fondo verde de la selva húmeda de Yucatán; cocodrilos ágiles en la vera de ríos
tumultuosos, glifos que se movían como vegetación que narrara leyendas; ceibas
inmensas con ramas que se lanzaban al
cielo y se convertían en la luz de la Vía Láctea, en el Árbol de la Vida de los
mayas… en sus astros vigilaban panteras de ojos brillantes en la espesura, y
entre las estrellas se vislumbraban los remates de altas pirámides, doradas
pirámides bajo un sol crepuscular, y con ellas se abrieron grandes ciudades
populosas, de roca, en medio de la selva.
El
Cocodrilo Venado Estelar no era un monstruo: montado en él -lo que era igual a
decir, llevado por sus alas-, don Héctor sobrevoló antiguas ciudades que se
elevaban entre esculturas y estelas de glifos, que recordaban las gestas de los
dioses, de los príncipes y reyes, que contabilizaban un tiempo casi infinito en
matemáticas perfectas; don Héctor quiso que todos lo vieran con él: recorrió
calles abastecidas por acueductos, entre amplias avenidas llenas de gente, por
encima de las naves que seguían costas
donde se trabajaba en afanosos puertos; subió por largas escalinatas de templos
donde se cantaba al origen del cosmos, y plazas en la luz de la tarde donde se
relataban los ciclos del tiempo, en bailes con
caracolas que dibujaban círculos bajo las constelaciones, narrando las leyendas
de los cielos.
Escuchó
tamboras y flautas, y su música se convirtió en un lenguaje de rostros, de
formas animales, y se volvieron números en siluetas de líneas y puntos que
avanzaron como si fueran los pliegos del códice, y ante sus ojos pasaron las
divinidades mayas: Chaak, dios del agua; Ixchel, diosa de la fertilidad; K’inich
Ajaw, dios solar; Nal, dios del maíz.
Don
Héctor vio, en los altos observatorios bajo la Vía Láctea, astrónomos estudiando
el cielo. En otros recintos, con olor a cera, vio a expertos pintores
concentrados que mezclaban colores y dibujaban, escuchando el canto de las
aves, entintando el papel de rojo carmesí, verde jade, narrando historias
portentosas. Más allá, en otra de esas ciudades que puntuaban la selva a lo
largo de miles de kilómetros, rodeados del humo de incienso, vio a los médicos,
los Ah-Men, tomando el pulso de sus pacientes, siempre
atentos, siempre dispuestos, siempre esforzados.
Vio
a los Ah-Men, andando por bosques y selvas, reflexivos, recolectando plantas;
escuchó los conjuros que acompañaban a la terapia.
Vio
a estos hombres en la Escuela de Medicina de Izamal, en el colegio fundado por
el mítico Zamná, en unión de Ixchel y Citbolontún. Los vio en recintos
iluminados por antorchas, en la noche, estudiando códices multicolores,
cuidados con celo durante años innumerables donde se describían enfermedades y
su tratamiento; analizando las precisas descripciones de padecimientos y su
sintomatología. De esta escuela salieron los primeros Ah-Men y sus sucesores;
de ella también salían los dzac yahes, quienes conocían el uso de las
plantas curativas, muchas de las cuales existen hoy en las farmacopeas
internacionales.
Don
Héctor los vio graduándose de médicos, en la ceremonia del mes Uo. Observó los
rituales donde se consagraban sus instrumentos de trabajo, bajo la protección
de Ixchel e Itzamná; ahí se consagraba su cristal de roca, el sastún, la piedra de luz, y la roca am.
Para
los Ah-Men, en la salud influían los dioses para corregir o rectificar; pero el
primer guardián de la salud era cada persona. La enfermedad se llamaba koch y ocurría por perder la armonía de la
vida personal, de familia, en la comunidad. Para restablecer la salud recurría
al trance místico,a
dar baños con hierbas medicinales, a los masajes y a suministrar extractos de
hierbas. El Ah-Men cuidaba la restitución del equilibrio y la sanación del
cuerpo.
El
sacerdote velaba por el cielo; el médico velaba por la tierra. Los Ah-Men
velaban por el pixan,
fuerza que determinaba la vida de cada persona, la partícula que le pertenecía
en la vida física y más allá.
Don
Héctor, invisible, caminó con ellos. El Ah-Men también realizaba rituales: daba
nombre a los niños, basado en el calendario tzolkin, conducía los ritos de paso en la
pubertad, las ceremonias civiles.
Los
Ah-Men se presentaban pintados de azul en cara y cuerpo; eran protegidos por
Ixchel y en el mes de septiembre por el dios Sol, mes donde se celebraba la
fiesta de los médicos, así como celebraciones a Ixchel el día seis de
septiembre y la Danza de la Luna.
Tenían
por dioses protectores menores a los Bacabs, que sostenían al cosmos en los
cuatro puntos cardinales; respetaban asimismo al dios Kaak o fuego, que enviaba
enfermedades y protección contra las mismas.
¿Cuál
era la música, qué sonidos brillaban en la selva? Don Héctor escuchó: ocurría una epidemia y los mayas peregrinaban
al santuario de Kinich Kakmo; la epidemia había cesado: se oían tambores y
flautas, cantos con sonidos de cascadas y ríos que lavaban la luz de las
estrellas. La música, el canto del agua, el reflejo de plata de los cenotes, se
volvía una cascada que caía desde la cabeza de la diosa Ixchel.
En
ese mismo cenote, silencioso por centurias, la ceiba no había callado como no
lo haría nunca: se habían narrado leyendas y transmitido conocimiento, que pese
al silencio del lugar, ahora eran conocidas por millones de personas. Vucub
Caquix, el Caimán Cósmico, es derribado de su árbol por los Gemelos Héroes,
Hunahpú e Xbalanqué, quienes preparan la llegada de la Humanidad: en el cielo
Vucub, que es la Vía Láctea, gira en el cielo dando la impresión de que cae.
También las estrellas
La
sanadora de Chichen Itzá se acercó a don Héctor junto con el Dr. Balam.
-Ella
quiere darle las gracias, don Héctor.
-¿A
mí? ¿Por qué? –susurró, sorprendido.
La
sanadora tomó a don Héctor de las manos, y al hablar, el médico mayista tradujo
sus palabras.
-Ella
dice: has pasado muchos peligros para traer de vuelta a la luz, las palabras de
nuestros mayores. Todo los que quieran guardar la memoria de lo valioso, han de
ser como tú. Eres la Serpiente Relámpago, la que
vigila
desde las raíces de la vida.
-Gracias
–dijo don Hector, conmovido.
La
aventura llegaba a su fin. Los descubrimientos, las carreras, las ganancias y
las renuncias llegaban al término del camino. Don Héctor, sereno, pensó
que el saldo era bueno. Un códice escondido durante cientos de años, preservado
por un soldado o
un fraile que, por un momento, vio la grandeza de lo que iba a ser destruido. ¡Si no puedes salvar a todos, por lo menos salva a uno!, debió pensar.
Y
así permaneció en el cofre de una inmensa bóveda, el cuarto de máquinas, que
era la suma del tiempo, como la danza de los Katunes. Y un día, por una sola
persona, una sola que deseaba preservar el saber, don Héctor, otras habían
llegado y llevado la empresa a buen fin.
Don
Héctor caminó por la orilla del cenote, acompañado de la sanadora y del
valiente Dr. Balam.
Allá,
al fondo, la luz de las aguas se reflejaba en dorados y marinos en las paredes
y el techo de roca viva. Dorados del Sol, cielos de azul maya.
El
juego de las luces en la roca parecía formar niveles: los de las 13 regiones superiores,
los Óoxlajuntik’uj, que eran las ramas de la Ceiba
Cósmica; en el medio la Tierra, y abajo, las raíces del árbol en los nueve
mundos inferiores.
El
Sol brilla en las ramas del árbol, desciende y en las raíces se convierte en
jaguar, para renacer al otro día en el disco solar.
-¿Qué
piensa, don Héctor? –sonrió el Dr. Balam- ¿Cree que en el universo todo vive?
Don
Héctor Medina los miró; los ojos le brillaban.
Estaba
orgulloso de su herencia y de su historia; orgulloso de vivir en la tierra de
los mayas. Convencido de la importancia de tener una identidad.
Convencido
también de que la sabiduría no tiene dueños. Don Héctor pensó que la Historia
no era recuerdos, tampoco grandes recuerdos, ni memorias magníficas; la
Historia era vida presente porque no estaba formada solamente de gestas, como
tampoco de vestigios, de fragmentos de piedra tallada, sino que éstos eran el
inicio, la base del ver y del entender por qué hacemos como hacemos.
La
Historia era la catapulta para entender nuestra actual forma de vivir, de ser y
de comprender. Ver al pasado, andar en el presente y pensar en el futuro. Nadie
tenía derecho de robar la memoria; era deber de todos preservarla. La voz del
poeta, el canto de las ceibas, el arrullo de las madres, los ojos vueltos al
infinito.
Al
otro lado de la cueva se escuchaba la lectura que los ancianos mayas hacían del
códice:
-Dadnos el don de marchar siempre por caminos abiertos y veredas
sin emboscadas. Que estemos siempre tranquilos y en paz con los nuestros. Que pasemos
una vida feliz. Dadnos, pues, una vida, una existencia al abrigo de todo
reproche, ¡oh, Hurakán, oh, Surco del Relámpago, oh, Rayo que Golpea! ¡Oh,
Chipi-Nanauac, Raxa-Nanauac, Voc, Hunahpú, Tepeu, Gucumatz! ¡Oh, tú que
engendras y das el ser, Xpiyacoc, Xmucané, Abuela del Sol, Abuela de la Luz,
haz que las semillas germinen y que se haga la luz!
-Sí,
todos tenemos un lugar –susurró don Héctor, sonriendo-. También las estrellas.
FIN
Comentario
“También las estrellas” es el título del segundo texto del Chilam Balam de Chumayel, y a éste pertenecen los párrafos que los personajes leen en el códice del relato. También son fragmentos del Memorial de Sololá y el Popol vuh. Los poemas del códice pertenecen a Los Cantares de Dzibalché. Los conjuros son del Ritual de los Bacabes.
Se presentan fragmentos de textos reales en vez de inventarlos, para invitar al lector a acercarse a la grandiosa cultura que inspira al relato. También, para medir el tamaño de la pérdida sufrida y para invitar al lector, muy sinceramente, a preservar lo que tenemos de una de las mayores civilizaciones que han existido: la maya.
Gracias a todos por seguir este relato.