Humo de palabras
El humo era oscuro, denso, y ascendía en trenzas
hacia la tarde azul.
El humo venía de una gran hoguera donde ardían
objetos con forma de pequeños troncos cuadrados. Los troncos, en una montaña apilada,
cobraban fuego, se doblaban en sí mismos, se torcían en lengüetas, lanzaban
llamaradas y alimentaban la humareda.
Y el aroma de la hoguera dejaba, en el paladar, un
gusto vegetal.
Hombres severos en hábitos
religiosos y soldados acalorados, que sudaban profusamente en sus corazas,
habían formado aquella montaña de troncos, brusca, pero meticulosamente;
cargaban los troncos en grupo y los amontonaban. Silenciosos, su expresión
áspera contrastaba con los
testigos, con sus grandes expresiones de congoja al presenciar
ese alimentar de la montaña: indígenas silenciosos, llorosos, mudos.
Hacía setenta años que un gran imperio, al Oeste,
había caído. Si se viajaba hasta la región de los guerreros con armadura de
tigre y de los escribas de tinta negra y roja, donde se levantaron sus
pirámides y templos ahora había iglesias, fortalezas y ciudades de cantera.
La noticia de aquella increíble caída, la del
Imperio Mexica, llegó poco después a donde, hoy, se erigía el montículo.
Para quien observara con
detenimiento, los troncos apilados tenían una forma especial y estaban hechos
de un material nada rígido. En realidad los troncos eran rollos, rollos de
cuero de venado, otros de origen vegetal, rollos escritos y coloreados. Decenas
de ellos, cientos de ellos, miles, y alguien a unos pasos encendió una antorcha.
La destrucción acompañaba a aquellos hombres
llegados de territorios lejanos en el mar. Se les vio llegar en grandes navíos,
se les vio destruir las poblaciones de la gran isla que hoy llamaban Cuba.
Cuando llegaron a caballo y en hierro, en rugido de
cañones, a esta misma plaza donde se levantaba el montículo de rollos, lo
hicieron como conquistadores.
Uno de esos hombres, con aspecto de tener mayor poder por sus ropas y su gesto, encendió el montículo y éste ardió con un flamazo que alumbró la
congoja de los testigos.
Los testigos eran mayas, los amos eran españoles, y
quien prendió el fuego era fray Diego de Landa.
Y lo que ardía en la pira eran, en realidad, todos
los códices mayas.
Una búsqueda de decenios por Yucatán para recopilar
esos objetos, una búsqueda incesante en ciudades, pueblos y meandros de la
selva culminaba este día, este caluroso 12 de julio de 1562, cuando el
montículo de objetos rectangulares, ligeros, agolpados uno sobre otro, se
consumía.
El fuego en los códices ennegrecía los trazos, quemaba
los dibujos de soberanos y de súbditos; los mitos ardían, las estrellas y los
dioses se apagaban en matices de carbón; los jeroglíficos ardían como ciudades
devastadas, los colores vivos morían, caían al gris ceniza y de ahí se volvían
polvo. Todo se convertía en cenizas y polvo en el viento.
En contraste con los severos amos, los testigos
estaban llenos de aflicción. Acongojados, horrorizados, humillados, los mayas
veían desaparecer su historia, su identidad. Los valiosos escritos, los códices
que eran la suma de conocimientos de sus antepasados,
desaparecían para siempre.
Miles de años de memoria se volvían nada, en
segundos. Todo: los consejos para tiempos de siembra y cosecha, el conocimiento
de la tierra y de las estrellas; las enseñanzas de medicina, los secretos de
las hierbas; las leyendas, las historias de la creación del mundo, el recuerdo
de las hazañas, la gloria de los antiguos reyes, la inspiración de los poetas.
Menos de un siglo antes, en Granada también se había
suprimido una cultura por el fuego. Destruir
manuscritos es uno de los primeros recursos para modificar conciencias.
El lamento de Federico García Lorca por la quema de los manuscritos granadinos
aplicaría también para los códices mayas:
Se perdieron una civilización admirable,
una poesía,
una astronomía, una arquitectura
y una delicadeza únicas en el
mundo.
El saber de siglos para tiempos
futuros: todo fue destruido. Miles de códices se volvieron humo trenzado.
El hombre que había decidido quemar los códices, que
prendió fuego a la pila, escribió posteriormente:
Hallámosles grande número de libros destas sus
letras; y porque no tenían cosa en la que no hubiese superstición y falsedades
del demonio, se los quemamos todos, lo cual a maravilla sentían y les daba
pena.
Junto con los códices, un mundo desaparecía. Diego
de Landa, que por una parte buscaría preservar parte del conocimiento maya,
también se había adjudicado una responsabilidad que a ningún ser humano
compete: decidir no solamente sobre la vida de otro ser humano, sino sobre
millones, pues ellos estaban representados en sus conocimientos, en sus creencias,
en su historia milenaria.
La decisión de Diego de Landa afectó a todos los
hombres, vivos y no vivos, nacidos y por nacer.
El humo de la hoguera escocía en los ojos, sofocaba.
No era un humo sanador como el del copal. El humo de copal era grato,
perfumado, elevaba el espíritu y la mente. Este humo, el de los códices
quemados, hacía arder los ojos, y toser, y llorar, y no solamente los ojos lloraban.
Sin embargo, quienes
presenciaban la quema de los códices no eran testigos que siempre hubieran sido
pasivos. La historia de la conquista de los mayas, hasta llegar a esta tarde,
había estado llena de episodios de resistencia. El último gran guerrero maya, Nachi Cocom, Señor de Sotuta, antes de morir en batalla contra los invasores,
había afirmado que desafiaría a los mismos dioses si éstos apoyaban al enemigo.
La
destrucción de la cultura maya fue una tragedia que habría conmovido a
esos dioses. Una destrucción tan eficaz prácticamente borró todo testimonio
escrito de la cultura maya, en una sola tarde.
Caminos hoy desconocidos nos
han traído algunos códices. Tres, de cientos. Podemos imaginar a sobrevivientes
mayas en los caminos de la selva escapando de la Conquista que gritaba en los
cuatro puntos cardinales, portando códices para ocultarlos, para preservar la
identidad de su pueblo y su saber. Escondidos durante siglos estos códices
llegaron a puntos lejanos del planeta: Dresde, Madrid y París.
Y así como el códice de París fue encontrado en una
esquina de la Biblioteca Imperial, envuelto en un papel rotulado con el nombre Peres, tal vez los dioses
mayas siguieron esos mismos caminos para salvar un cuarto códice, descubierto
hasta el Tercer Milenio, descubierto en el sitio menos pensado: en el propio
México.
E-mail revelador
A Mérida, la Ciudad Blanca, los
antiguos mayas la llamaban Ichcaanzihó o “lugar de las cinco colinas”. Sitio de
la última batalla de Nachi Cocom, es la ciudad poblada por más
tiempo en el continente americano.
Dueña de una larga tradición cultural y política,
Mérida también es la gran ciudad del comercio del sureste de México; es centro
neurálgico de exportaciones de productos de calidad internacional, como el
henequén. La importancia del henequén es tanta que se le conoce como Oro
Verde. Por eso, cuando el 15 de febrero de 2009 se notificó el deceso de
Dagoberto Medina, industrial dedicado a la producción y exportación del henequén, los empresarios y la sociedad yucateca se conmovieron.
Don Dagoberto Medina formaba parte de una gran
familia dedicada a la industria del henequén desde tiempos muy antiguos. Su
bisabuelo, don Gonzalo Medina, había conocido los tiempos de las grandes
exportaciones de esta fibra natural.
Aunque la producción y el comercio del henequén
habían descendido en el siglo XX, la familia conservaba recuerdos que se
remontaban al siglo XVII, cuando el henequén, también llamado sisal por el
puerto de donde salían los barcos cargueros, constituía el 50% de todos los
objetos tejidos en el mundo.
Desplazado el henequén en gran medida por las fibras
sintéticas, esta fuente familiar de riqueza ya no era la única. Negocios en
diferentes ramos sostenían las raíces de los Medina. Remontadas al Virreinato,
se confiaba que en plena democracia continuaran igual de fuertes.
La gran hacienda de los Medina, hasta la época de
Porfirio Díaz, consistía en 120 hectáreas más la cabeza de la hacienda e
instalaciones. La Revolución, con sus cambios drásticos, no había mermado los
recursos ni la capacidad para llevar los negocios. Así, cuando don Dagoberto
falleció –a consecuencia de un sorpresivo infarto-, los herederos se vieron
ante un fuerte emporio que era necesario preservar.
Al frente de los herederos se hallaba el hermano
único de don Dagoberto: Héctor, apenas unos años más joven –contaba con
60 de edad-, dueño de la vitalidad de un adolescente. Responsable de sus
deberes familiares, todavía con los estragos del luto asistió a la lectura del
testamento con otros pocos parientes.
Después, tomó posesión de la oficina del Director
General y, mientras indicaba a uno de sus gerentes que aguardara afuera,
respondió a otro telefonema de su sobrino, Jaime. Éste, entre sus escasas virtudes,
si podía llamarse de ese modo a su forma de ser, tenía la de ser muy talentoso para armar intrigas
familiares. Nunca falta alguien así, afirmaba el mismo don Héctor. Mi sobrino
sería muy exitoso si dedicara su capacidad de envidia, a algo de provecho.
Mientras por enésima vez don Héctor tranquilizaba a
su sobrino sobre “la injusticia” en la repartición de la herencia de los
Medina, leía el mail de un historiador de la Universidad del Estado, al que
llamara días atrás.
Estimado don Héctor:
Acabo de revisar el documento que Ud. hizo favor de
darme a estudiar la semana pasada. Debo decirle que es extraordinario. En este
momento no quiero distraerlo, pero es urgente que hablemos en persona. Sin
adelantarme, desde ya respondo a su pregunta principal: el documento es
auténtico. Es un códice maya desconocido a la fecha, en perfecto estado de
conservación. Su importancia para la historia de nuestro Estado, del país y del
mundo entero es incalculable.
Insisto a Ud. en lo urgente de que hablemos en
persona a la brevedad. Comuníquese si no tiene inconveniente a mi número de
celular…
Don Héctor Medina, que aparte de pintar canas era un
hombre saludable y sólido (“de madera de la de antes”, decían sus hijos y
nietos), no sólo había tenido éxito como ejecutivo de la empresa familiar,
sino que además poseía muchos otros intereses de tipo humanitario e histórico. Lo más
conocido de él era su fervor por la civilización maya en todos sus periodos; su
interés por el Oro Verde se acompañaba, en él, por el deseo de otros oros,
los de la historia y del arte del pasado vivo.
Don Héctor releyó el e-mail. Olvidando de momento a
su bendito sobrino con sus eternas quejas, no tenía preocupaciones con
respecto a la empresa familiar. Su finado hermano la había dejado en perfecta situación –dos grandes barcos de carga (bulk cargo ship se leía en los
contratos), estaban por zarpar del puerto de Sisal. Por eso el e-mail tuvo
toda su atención. Él, que se preciaba de controlar siempre sus emociones, esta
vez no pudo evitar un leve sudor de las palmas.
Virgen bendita, así que es verdad, pensó. Y me vengo a enterar por estas cosas de la
tecnología moderna.
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