Tejiendo
una red
Cavilando,
Jaime se mordía lentamente un nudillo, solo en el cuarto de máquinas.
Dando
tiempo a su tío y al historiador para abordar sus autos, empezaba a fraguar un
plan.
Habían
dejado el códice en el depósito. No era mala decisión. El clima artificial lo
había preservado y continuaría haciéndolo.
Imposible
para Jaime sacar el códice personalmente. Aun si obtuviera la llave –lo cual
era un enorme problema-, no parecía la acción más inteligente.
Sería
lo más rápido, pero también lo más torpe. De inmediato su tío ataría cabos y
aunque no los atara, sospecharía acertadamente que su querido sobrino lo había
espiado y hurtado. Jaime no tendría el tiempo necesario para saber qué hacer con
el documento.
Necesitaba
un comprador, por supuesto. Necesitaba también una estructura logística para
sacar el códice del país o por lo menos para hacerlo llegar a manos de un
intermediario. Necesitaba saber en cuánto se cotizaba un códice. Saber que valía
un dineral, un montonal de billete, no era suficiente. Dólares, euros, libras
esterlinas, hasta el centavo.
También
necesitaba un espía. No podía estar metiéndose al cuarto de vigilancia cada que
a su tío se le atravesara tener una charla con el historiador.
Tampoco
podía seguirlo a todas partes. Debía conseguir a alguien que fuera su sombra,
que diera informes de actividades.
Lo
que tuvo claro Jaime desde ese momento, es que en algún punto del camino debía
arrebatar el tesoro a su tío. Sonrió. ¿Qué tal en la puerta misma del cuarto de
máquinas, el día que su tío sacara el códice? Podía ser también cuando se
sintiera en camino: un pequeño accidente automovilístico o robo en carretera.
Tal vez dándole un discurso final no interrumpido por un héroe. Con relación de
agravios y bofetadas, para mayor verosimilitud. Después, la huida a otro país,
con el dinero.
Para
saber cuándo su tío sacaría el códice de la bodega, llamó al guardián, y aunque
éste era leal al buen tío, todo tiene sus límites. Unos gritos y amenazas al
hombre y de paso a su familia (el soborno no habría sido buena idea, además era
gastar y para qué), bastaron para conseguir que el guardián amedrentado,
aceptara telefonear el día que el tío sacara el documento, para decir una
palabrita fácil de recordar: “Ya”.
Una
vez solo, Jaime partió en su auto con la sensación de haber empezado un buen
trabajo.
Larga
noche
El
Secretario de Salud, en su oficina, respondía llamadas y estudiaba informes, preocupado
por el avance de la enfermedad.
Varios
hospitales recibían un número creciente de enfermos.
Héctor
Medina, en su despacho de la fábrica, fumaba un habano con la imagen de un
códice portentoso en la mente.
El
historiador hacía contactos telefónicos para asegurar la preservación del
códice en los próximos días.
En
Chikundzenot, una Ah-Men daba una infusión a un niño que tosía, recostado.
Cada
cual, ocupado en sus actividades, ignoraba que sus destinos pronto se
encontrarían.
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